21 Jornada de oración por la santificación del pueblo argentino y la glorificación de los siervos de Dios.
“El Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado…” (Gn 2,6).
Pastor, viñatero, novio-esposo, alfarero… y también jardinero.
Esta imagen de Dios tiene su fascinación.
Hacer un jardín es toda una declaración. Casi una confesión de fe. O una declaración de amor a la vida.
Un acto de intrépida confianza: creo y espero que la vida pueda mostrar lo mejor que tiene, sus colores y sus aromas más encantadores.
Solo hay que tener paciencia, meter las manos en la tierra, sembrar, regar y esperar.
Cuando imagino la santidad de Dios pienso en este Dios jardinero.
Todopoderoso para sacar todo de la nada, pero con manos diestras para los detalles más ínfimos y delicados.
Es verdad que, sobre todo para el Antiguo Testamento, el Dios tres veces santo que reveló a Isaías toda su gloria, es el Dios que está más allá de todo lo que de Él podemos pensar o imaginar. El “totalmente Otro”, el inasible, misterioso y soberano. El que libremente se ha resuelto a amar a su criatura.
Para ella “el Señor Dios plantó un jardín en Edén, al oriente…”
La santidad de Dios se revela, de esta manera, como amor que, con infinita paciencia, dispone la belleza de un jardín como ambiente para que viva su criatura más amada, el hombre.
Cuando el joven Isaías, en medio de la liturgia del templo de Jerusalén, es alcanzado por una visión del Altísimo que lo marcará a fuego para toda la vida, precisamente percibirá la santidad fascinante del Dios tres veces santo que llena la tierra de su gloria.
Santidad y gloria: el misterio que se hace visible como creación, cuidado y salvación.
La santidad de Dios se ha concentrado y humanizado en el hijo bendito de María Virgen.
Ella oyó, de labios del ángel, aquella declaración: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios…” (Lc 1,35).
Y esa santidad divina se abrirá paso por sus manos, su corazón y sus labios. Y, cuando tenga que contarnos del reino que sueña su Padre para la humanidad, lo hará con imágenes aprendidas del Padre jardinero y labrador: “Miren los lirios del campo… ni Salomón se vistió como ellos” (Mt 6,28).
Ya vencedor de la muerte y con su humanidad transfigurada por el Espíritu se revelará a los ojos de María Magdalena, en la mañana de la Pascua. Es cierto: ella no lo reconocerá, de buenas a primeras. Pero algo de verdad hay en esa intuición de mujer enamorada que comienza a percibirlo como el jardinero, el que cuida de ese jardín.
Sí. El Resucitado sigue trabajando en este mundo nuestro, amenazado constantemente por la aridez del desierto, para derramar el agua viva del Espíritu que transforme el desierto en un vergel.
Y eso son sus santos y santas: jardineros como él que se empeñan en hacer un jardín de este mundo nuestro, sembrándolo con sus semillas, cuidando la tierra y haciendo que se transforme por los colores y aromas que el Resucitado sabe esparcir a través de sus discípulos.
¡Qué sería de nuestro mundo sin los santos jardineros de Cristo! ¡En qué lo habríamos convertido ya!
Hoy damos gracias porque Dios sigue empeñado en plantar un jardín.
Y le damos gracias porque ya no lo hace solo.
Ha entrenado en ese divino oficio a miles de hombres y mujeres (los famosos “144.000” del Apocalipsis) para transformar esta tierra en un jardín de Dios.
Y lo están haciendo.
Por eso, hoy hacemos fiesta… y hasta nos sentimos más libres y entusiasmados para sumarnos a esa obra que es trabajo, misión y servicio a la belleza de Dios que crece en este mundo nuestro.
El jardín más humilde es como la Eucaristía: anuncio y profecía de la nueva creación que Dios está haciendo crecer en esta historia.
Eso, amigos míos, quiere decir: ¡tenemos esperanza!
¡Podemos desear para todos la santidad de Dios que se ha manifestado en Cristo!
El amor de Dios nos hace santos, alegres y servidores en la sociedad. Oremos juntos para que todos los argentinos busquemos la santidad.
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