Descendió a los infiernos

 

El vidente del Apocalipsis escucha de labios de Cristo resucitado: “No temas: yo soy el Primero y el Ultimo, el Viviente. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo la llave de la Muerte y del Abismo…” (Ap 1,17-18).

Con su muerte, Cristo ha destruido la muerte. De su mano, podemos trasponer ese último e inquietante umbral. “Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo…”, había ya experimentado el orante de la Biblia (Salmo 23,4).

En el Nuevo Testamento encontramos otras afirmaciones parecidas: “Pero si decimos que Jesús subió, significa que primero descendió a las regiones inferiores de la tierra” (Ef 4,9); “Porque la Buena Noticia ha sido anunciada a los muertos, para que ellos, después de haber sido juzgados en la carne conforme a su condición humana, vivan por el Espíritu con la vida de Dios” (1Pe 4,6).

Cuando, cada domingo, al recitar el Credo, confesamos creer en Cristo que “descendió a los infiernos”, estamos haciendo nuestras estas palabras luminosas de las Escrituras.

Aclaremos que, en estos pasajes, la palabra “infiernos” no indica la condenación eterna para el hombre que libre y obstinadamente se cierra a Dios. Aquí, esta expresión indica el reino de la muerte. Es la concepción que los antiguos tenían del mundo en tres planos: el cielo, donde Dios habita; la tierra, donde estamos los hombres; y los abismos o regiones inferiores (de ahí: infiernos), donde habitan los muertos.

Esta visión ha sido superada por la ciencia. El mensaje de la fe no tiene nada que ver ni con la astronomía ni con la geología. Esas imágenes ilustran una dimensión fundamental de la misión salvadora de Cristo. Así lo comenta el Catecismo de la Iglesia: “«Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva …» (1 P 4, 6). El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación. Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús, fase condensada en el tiempo, pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención” (Catecismo 634).

Este artículo de nuestra fe contiene dos enseñanzas fundamentales. Ante todo, que el Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha experimentado realmente la muerte humana y ha sufrido “el radical abandono y la soledad de la muerte, que vivió la experiencia del absurdo, de la noche y, en este sentido, del infierno que amenaza al hombre” (Catecismo alemán). En su Encarnación, ha sentido realmente, y con una profundidad inigualable, el peso de la muerte. En la cruz, Jesús grita las palabras iniciales del Salmo 21: “Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado” (Mt 27,46 y Mc 15,34). Jesús, el Cordero Inocente, experimenta el silencio de Dios, solidario con los pecadores, pero, precisamente en medio de esa oscuridad, vive la entrega y confianza más radical a su Padre. Así, destruye el poder de la muerte. Nos salva.

En segundo lugar, que Cristo ha bajado hasta la oscuridad del reino de la muerte para llevar vida a todos los hombres, también a los justos muertos antes de su venida. El Sábado Santo leemos una antigua homilía que describe con bellísimas imágenes esta dimensión de la obra salvadora. En medio del silencio, “El Dios hecho hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos… El Señor hace su entrada donde están ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor está con todos vosotros.» Y responde Cristo a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, y levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo”. Y, detrás de Adán y Eva, todos los redimidos. “Levántate – le dice a Adán – y vayámonos de aquí”.

Este es el contenido fundamental de este artículo de la fe. Pero hay un tercer aspecto, una aplicación espiritual de esta doctrina: los seres humanos, ya en esta vida mortal, podemos bajar muchas veces al reino de la muerte. ¿No es eso el pecado? La vida tiene muchas horas oscuras, como de muerte. No hay oscuridad que no pueda ser alcanzada por la luz del amor de Dios que ha resucitado a Cristo. No tenemos que esperar la hora de la muerte para escuchar: “Levántate, vayámonos de aquí”. En la palabra del perdón que el sacerdote nos ofrece, en el sacramento de la reconciliación, esa palabra alcanza eficazmente nuestra propia vida. La fe en Jesucristo es portadora de esperanza.