Crucificado, muerto y sepultado

Cada Viernes Santo, los cristianos escuchamos el relato de la Pasión del Señor según San Juan. A continuación, y por tres veces, se muestra la cruz al pueblo, mientras se proclama: “Este es el árbol de la cruz, donde estuvo suspendida la salvación del mundo”. A lo que se responde: “Vengan y adoremos”. Y, así, nos acercamos a besar al Crucificado.

El rito de la adoración de la cruz es exageradamente austero, mucho más si se obedecen las normas litúrgicas que piden – por única vez – una homilía breve y canto sin acompañamiento de instrumentos: solo la voz humana para hacerse eco del Silencio de Dios. Rito austero, pero muy decidor. Como Elías en la montaña, la Iglesia en oración debe aguzar el oído para escuchar lo que susurra Dios en la muerte de Cristo; la verdadera muerte de Dios, mucho más hiriente y provocadora que la proclamada por los filósofos ateos.

Eso es el Viernes Santo. Eso indican los tres participios pasados del Credo: “fue crucificado, muerto y sepultado”. Con el verbo “padecer”, estos tres participios secuencian el misterio de la muerte como drama humano. Porque el morir es un proceso que, de alguna manera, acompaña cada segundo de la vida, y que se acelera cuando llega su hora.

Pero este morir al que se refiere el Credo no es cualquier morir. Es la muerte de un crucificado: suplicio horrendo convertido en espectáculo público. Pero no se agota aquí la originalidad de la muerte de Jesús. El que muere es el Verbo de Dios verdaderamente hecho hombre. Real fue su nacimiento de María. Reales también su pasión y muerte en cruz. Dios sabe lo que significa morir.

¿Por qué? ¿Por qué así? ¿Por qué la cruz?

El riesgo de adorar a un Dios que, de alguna forma, se complace en el dolor para aplacar su honor herido es demasiado grave como para no prestarle atención. Es comprensible y justificada la indignada rebeldía de quienes no aceptan esta imagen sádica del Dios cristiano.

Los cristianos al confesar que Jesús “padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”, de ninguna forma estamos dando nuestro asentimiento a semejante deformación. Dios no es así. El Padre de Jesucristo no es así. En la cruz se ha mostrado como el reverso de un ídolo sediento de sangre, de sufrimiento y de muerte. Hay que dejar hablar al Silencio de Dios para comprender el misterio que está aconteciendo en el Calvario y que solo culminará en la mañana de resurrección.

Digamos algunas palabras para tratar de entrar en ese terreno sagrado que es el Misterio Pascual. Pocas palabras que nos ayuden a contemplar el amor que nos ha redimido. Pues de eso se trata: de amor, de compasión, de solidaridad.

Estas son las palabras de la Iglesia que intentan sumergirse en el misterio, como quien se deja llevar por las olas del mar: “Al fin de reconciliar consigo a todos los hombres, destinados a la muerte a causa del pecado, Dios tomó la amorosa iniciativa de enviar a su Hijo para que se entregara a la muerte por los pecadores. Anunciada ya en el Antiguo Testamento, particularmente como sacrificio del Siervo doliente, la muerte de Jesús tuvo lugar según las Escrituras” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica 118).

Empiezo por el final: tenemos que leer y releer las Santas Escrituras. Solo ellas nos preparan – con sus palabras e imágenes como esta del Siervo sufriente – para escuchar esa gran Palabra de Dios que es la Pasión de Cristo. Palabra definitiva e insuperable. No tenemos que esperar otra palabra. Dios lo ha dicho todo, entregándonos a su Hijo unigénito que es su Verbo.

Tenemos que acompañar a Jesús hasta el sepulcro. Sentir en el alma el peso de la piedra que parece sellar para siempre su existencia. Es lo que vivió Nuestra Señora. Lo que experimentamos cada vez que entregamos a la tierra a un ser querido. Lo que hicieron las santas mujeres. Las mismas que recibirán la noticia de la resurrección. Pero, antes de hablar de esto, tenemos que animarnos al Silencio de Dios el sábado santo. Un silencio que tantas veces se hace presente en el caminar de nuestra vida. Tenemos que contemplar a Jesús descender a los infiernos.