«La Voz de San Justo», domingo 8 de octubre de 2017
Decíamos el pasado domingo que, en el centro del Credo, “habita una mujer”. Nos referíamos, por supuesto, a María, la madre del Señor. Hoy podríamos preguntarnos: ¿qué hace en el Credo un oscuro gobernador romano del siglo primero, llamado “Poncio Pilato”?
La figura de Pilato, lavándose las manos y entregando a Jesús a la muerte, expresa la vileza de quien, por mezquindad y para cuidar sus intereses, condena a un inocente.
Esta lectura moralista, sin embargo, no es la razón de fondo. La frase completa, que repetimos cada domingo, es: “Creo en Jesucristo… que… padeció bajo Poncio Pilato”.
Nada de moralina clerical, sino el más provocador realismo de la fe en Jesús, el Cristo. Pilato está en el Credo para decirnos – o recordarnos, por si lo olvidamos – que Dios realmente se ha metido en nuestra historia. Y allí, en lo oscuro de nuestra condición humana, ha vivido su pasión por el mundo.
El que padeció “bajo Poncio Pilato” es precisamente el Verbo de Dios que se hizo hombre. Es posible datar con precisión historiográfica ese momento en el que entró en el mundo la pasión salvadora de Dios.
En 1961 fue descubierta una placa con el nombre del prefecto romano de la Judea de entonces, Pilato, dedicada al emperador Tiberio. Estamos entre los años 26 y 36 de nuestra era. Nada sabemos de él más allá de los pocos datos de los evangelios y otras fuentes extracristianas. Su biografía se pierde en la oscuridad de los tiempos. Sin embargo, esos pocos datos bastan.
Obviamente, esos datos históricos no son una prueba de que Jesús es el Hijo de Dios encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre. Tampoco que es el Salvador. No se llega a la fe en Jesucristo por un proceso lógico de deducción a partir de evidencias claras y distintas. La fe no es el resultado de una prueba de laboratorio. La fe es y permanece fe, es decir: escuchar la palabra de un testigo, reconociendo en ella el testimonio de Dios, que es Verdad y no puede engañar; y, así, entregarse a esa palabra, confiándole toda la vida y fundando sobre ella nuestra existencia.
Pero, para el cristianismo, esa Palabra habla de la entraña de la historia. Allí hay que buscar los signos de la pasión de Dios, que ha amado a los hombres hasta el fin. Es la historia de Jesús que narran los evangelios y que, con una elocuencia sin par, habla a nuestra historia real, concreta y también limitada y contingente.
El que padeció bajo Poncio Pilato tiene la capacidad de hablar a todos los hombres y mujeres que vivimos y padecemos en las circunstancias concretas de esta vida. Allí hay que buscarlo. Desde allí nos interpela, nos llama y nos anima. Desde esa realidad concreta nos alcanza su Verdad. O, como el mismo Jesús se lo dijo a los suyos: cada vez que tendieron su mano a uno de mis hermanos más frágiles (pobre, desnudo, preso, hambriento o enfermo), lo han hecho conmigo.
Una vez más, el Verbo se hizo carne… y plantó su tienda entre nosotros.