«La Voz de San Justo», domingo 1 de octubre de 2017
María es sencillamente: “la Virgen”. Así la nombramos y la invocamos. Casi como otro nombre propio, que toca su misterio más profundo: su vocación y misión. María, la Virgen, es la más perfecta discípula de Cristo, imagen lograda de la Iglesia y modelo para todo cristiano. Su virginidad también habla a cada uno de nosotros. ¿Qué nos dice?
En cierto modo, la virginidad es la vocación fundamental de todo ser humano. Expresa que el hombre solo alcanza su plenitud cuando se entrega por completo a Dios. A condición de que comprendamos que primero está el Dios que se nos entrega libre y gratuitamente. La virginidad es la respuesta de la criatura al Creador que así la ha amado. Y una respuesta de amor: es don, entrega, libertad que se confía.
En algunos casos concretos, es una llamada irrefrenable que viven varones y mujeres. Por eso, renuncian al amor exclusivo de una pareja y se consagran a Dios a través del voto de virginidad. Sin embargo, quienes han sido llamados al matrimonio están llamados a darle también centralidad de Dios en sus vidas. En el don sincero de sí al otro y a los hijos, los esposos viven, a su modo, esta entrega al Dios de la vida que consagra su amor. Eso es, entre otras cosas, el sacramento del matrimonio.
Entre matrimonio y virginidad no hay oposición, sino una circularidad complementaria: la virginidad recuerda que solo Dios es absoluto; el matrimonio, que solo en el amor alcanzamos la plenitud.
En María, la “siempre virgen”, este misterio se ha realizado de manera insuperable. Cada domingo, el Credo nos lo recuerda con la evocación sencilla de la virginidad de María. María Virgen nos lleva al corazón de la fe cristiana: en ella, Dios, y solo Él, ha llegado a ser “el artífice del giro de los tiempos, de la salvación del hombre” (Bruno Forte). En su vientre comienza a nacer el Hombre nuevo y definitivo: Jesucristo.
La virginidad de María nos recuerda así que el amor de Dios siempre se adelanta y, con su libertad soberana, pone en marcha la historia de los hombres. En la raíz de todo está el amor gratuito de Dios. Dios es Gracia: amor, se dona, libera y hace crecer. Pero también, la virginidad de María nos recuerda que la única respuesta adecuada a este don es retribuirle con la misma moneda: amor con amor se paga.
Inspirándose en las Escrituras, la Iglesia siempre ha visto en la virginidad de María la expresión acabada de una fe íntegra, libre y personal. Esa es la entrega confiada a la que cada bautizado está llamado a realizar en su existencia concreta.
El domingo pasado decíamos que, de los escritos del Nuevo Testamento, emerge la figura de María con un rasgo dominante: habla poco, escucha y contempla. Hoy matizamos esta afirmación al decir que habla poco, salvo en una ocasión: cuando canta el Magnificat (Lc 1,46-55). Ese canto expresa el alma creyente de la Virgen. Es la imagen más lograda de María: una mujer joven, embarazada y cantando la misericordia de Dios que se hace presente en la historia de su pueblo. Esa ha sido su experiencia vital.
La virginidad de María nos habla poderosamente. Especialmente hoy. ¿Qué nos dice? Entre otras cosas, que en la raíz de la vida está la gratuidad, porque la vida misma es don de Dios. Que Dios es misterio de amor y de vida, que siempre nos está esperando; que, además, ha dado el primer paso y se ha acercado a nosotros, dándonos su Hijo que es su Palabra.
Que a esta Palabra la podemos escuchar, porque hemos sido creados para ser sus oyentes. Que su Espíritu está siempre alentando para que no nos cerremos a esa Palabra, sino que nos abramos, acogiéndola como luz para nuestra vida.
Que «usar», «producir» y «consumir» son verbos que valen para muchas cosas, pero que «recibir» y «darse» generosamente, sin esperar retribución, son los verbos de la vida cumplida.
Y lo son, porque que vienen del corazón mismo del Dios amor.