Nació de Santa María Virgen

«La Voz de San Justo», domingo 24 de setiembre de 2017

“Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer…” (Gal 4,4).

En el centro del Credo habita una mujer. No una idea abstracta o un ideal romántico, sino una mujer de carne y hueso. Los cristianos no podemos prescindir de esta mujer. Si la encarnación es irreversible, su maternidad también lo es.

Sus rasgos emergen en los evangelios. Casi no pronuncia palabra, aunque sus silencios valen por mil discursos. Reléanse, si no, los relatos en que aparece. La pasión y muerte de Jesús, por ejemplo. Y preguntémonos: ¿Por qué no podemos dejar de contemplarla, especialmente si calla y casi no hace nada, solo mirar y repasar en sus entrañas lo que vive tan intensamente?

Esa mujer tiene cuerpo, sentimientos e historia. Tiene, por supuesto, un nombre: María de Nazaret. Después de Jesús es el más evocado e invocado.

Inspirándonos precisamente en los evangelios, los cristianos la llamamos: “Madre de Dios”. ¿No es demasiado? Este atrevido realismo es, en verdad, un eco pálido de la osadía del mismo Dios que, como canta la liturgia, “no desdeñó el seno de una virgen” para salvar al hombre. ¿Y quién le puede dictar razones de amor al Creador así enamorado de su creatura?

Siempre ha costado aceptar que el Verbo de Dios haya nacido de una mujer y realmente haya experimentado la muerte. La creación “no puede soportar la mano de Dios”, afirmaba en el siglo IV el presbítero Arrio de Alejandría. Este Dios tan sublime no podía mezclarse con el barro de la condición humana. ¿El resultado final de semejante explicación? Dios sigue en su cielo y nosotros aislados en nuestro valle de lágrimas.

En cambio, la fe cristiana va en la dirección opuesta. Cuando esa mujer ha dado su consentimiento al plan de Dios, ha comenzado a crecer en ella, y para siempre, la más inaudita comunión entre Creador y creatura. “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).

El Dios que nos ha mostrado Jesús, el hijo de María es así de concreto. Huye de abstracciones y esquemas rígidos. Sorprende siempre. Y nos ha dado la sorpresa más grande: ser concebido y dado a luz por una mujer. Si nos resulta difícil digerir esta humanización de Dios, dejemos entonces hablar a los artistas y místicos cristianos. Ellos celebran el vientre de María como el tálamo en el que se ha consumado el desposorio entre Dios y la humanidad. Esta santa osadía es puerta entreabierta que invita a pasar para llegar a la luz.

Relatos mitológicos de seres divinos que embarazan doncellas existen en todas las culturas. Aquí, sin embargo, hay algo muy distinto. En la humanidad femenina de María, el Espíritu creador de Dios ha realizado una obra admirable. Ha puesto en marcha una nueva creación que comienza a crecer en el vientre de esta joven mujer.

Jesús, el Hijo de Dios, nació de ella. Ella es su madre, y Él realmente hijo suyo. Toda concepción implica, desde el principio, una verdadera revolución en el cuerpo, las emociones y la psique de la mujer. ¿Podría ser para menos? Cuando una mujer concibe, comienza a crecer en ella un ser humano único y original. ¡Una persona singular e irrepetible! Aquí, el hijo de María es el Hijo de Dios hecho hombre. Revolucionó la vida de su joven madre para transfigurar el camino de toda la humanidad. Su meta final: la resurrección.

Confesar que Jesús “nació de Santa María Virgen” es poner palabras a esa maravillosa experiencia. Nos habla del Dios amor que busca hacerse compañero de camino del hombre para salvarlo. Nos habla de esa mujer que, confiando y amando, le hizo espacio en su alma y en su cuerpo. Y, por eso, nos habla de la dignidad de toda mujer y de las posibilidades de la humanidad, tal como solo Dios puede potenciarlas. Necesitamos seguir hablando de esto.