En diversas ocasiones suele calificarse como de “integrista” tal o cual postura de la Iglesia o de algún personaje eclesial. Recientemente, por ejemplo, un artículo de la Civiltà Cattolica ha hablado del extraño ecumenismo entre el fundamentalismo evangélico y el integrismo católico en EEUU, suscitando una discusión tan viva como necesaria en la Iglesia y que no se reduce solamente a los límites del país del norte (aquí el link: La Civiltà Cattolica).
Me ha parecido oportuno decir una palabra sobre lo que he logrado comprender del “integrismo” a partir, sobre todo, de mi experiencia personal .
Con la palabra “integrismo” (o: “integralismo”) suele denominarse un fenómeno típicamente católico que, desde un punto de vista histórico, se dio como reacción al llamado “modernismo” en las primeras décadas del siglo XX.
El nombre “integrismo/integralismo” proviene de la intención de mantener intacta la integridad de la fe frente a interpretaciones reductivas. Una intención legítima, por cierto, desde el punto de vista católico. El adjetivo “católico” quiere decir precisamente: según la totalidad: ningún fragmento de la verdad puede quedar fuera.
Más allá de este movimiento histórico, la expresión ha pasado a designar un modo deformado de interpretar el catolicismo, cuyas características más salientes describo más abajo.
Fundamentalismo e integrismo
Podríamos decir que el integrismo es al catolicismo lo que el fundamentalismo a los grupos evangélicos.
Es bueno tener presente que integrista no es sinónimo de católico, como fundamentalista no lo es de evangélico. Aunque hay algunos católicos integristas y algunos evangélicos fundamentalistas. Se trata de fenómenos minoritarios, aunque, por momentos, muy activos, ruidosos y agresivos.
El fundamentalismo se caracteriza por una lectura literal de los textos bíblicos. Rechaza la mediación de toda forma de interpretación de la Escritura. Un ejemplo: la lectura que los Testigos de Jehová hacen de algunos textos bíblicos que prohíben derramar sangre, porque en ella está la vida. Esta lectura literal los lleva a rechazar las transfusiones de sangre: lo dice la Biblia, por tanto, no hay nada que discutir.
Negar la autonomía de la razón
Algo parecido ocurre con el integrismo católico. También se trata de la negación de una mediación. Retengo por eso que el rasgo distintivo del integrismo sea el rechazo o la minusvaloración de la mediación de la razón, su consistencia y autonomía.
El integrismo tiende a trazar una línea directa entre los principios doctrinales católicos y la realidad política, social y cultural. Así, las normas morales reveladas tienden a ser presentadas, sin mediación de la razón autorresponsable, como ordenadoras del orden social.
A mi modo de ver, el integrismo es un fenómeno fuertemente político. Inseparable de otros factores, tiende a ser una lectura política de los valores teológicos. Termina de hecho en un uso de la religión al servicio de determinados proyectos políticos. Parafraseando a Benedicto XVI, se trataría de una “patología de la religión”.
La buena salud de nuestras sociedades abiertas y plurales requiere tanto este reconocimiento de la autonomía de la razón como también del rol positivo de la religión para la convivencia ciudadana y la construcción política del bien común. Lo primero es una advertencia para las corrientes integristas que habitan el mundo religioso. Lo segundo, para el laicismo que tiene también sus tendencias fundamentalistas. Véanse, si no, algunas posturas en los recientes debates sobre la libertad religiosa o la religión en la escuela.
Rasgos secundarios
En torno a este trazo distintivo se suelen organizar otros rasgos característicos. No es extraño que en el uso vulgar del término “integrismo” se tienda a considerarlo como sinónimo de estos otros rasgos que, sin embargo, derivan del anterior o se apoyan en él.
¿Cuáles son estos rasgos secundarios o derivados? Señalo cuatro.
En primer lugar, el tradicionalismo como postura que tiende a considerar más auténtico e íntegro lo que es más antiguo, confundiendo la Tradición viva de la Iglesia con distintas tradiciones históricas, usos, costumbres. Algunos muy venerables, por cierto. Hay que aclarar también que, no toda forma de tradicionalismo es integrista.
En segundo lugar, un cierto rigorismo moral, al menos en algunos ámbitos de la moral. No es extraño encontrar entre estas personas juicios severísimo en materia de moral sexual, condenando con extremo rigor este tipo de pecados, mientras que otros, los pecados sociales por ejemplo, merecen una tibia atención o incluso ninguna.
En tercer lugar, este rigorismo moral suele expresar una concepción voluntarista de la vida cristiana, centrada en el esfuerzo personal por conseguir las virtudes que nos hacen merecedores del premio divino. Por el contrario, este rasgo lleva también a un acento excesivo en la culpa, sobre todo al comprobar que el voluntarismo choca, una y otra vez, con las dimensiones más pasionales que están presentes en todo ser humano.
Rigorismo moral y voluntarismo terminan siendo un cóctel peligroso. Suelen desembocar en un sentido de culpa más irracional que espiritual. Así, la dimensión de gracia, misericordia y gozo que son tan entrañables a la experiencia cristiana quedan sofocadas de hecho, aunque no se las niegue deliberadamente.
Hay un cuarto rasgo que caracteriza al integrismo católico en algunos países, como Argentina, y es la tendencia nacionalista, es decir a una identificación entre fe católica e identidad nacional que, en sus manifestaciones más extremas, resulta verdaderamente contraria a la fe. Por aquí asoma el peligro de manipulación política de la religión a que he aludido más arriba.
Cristología deficitaria
Desde un punto de vista estrictamente teológico, el integrismo así entendido es deudor de una cristología deficitaria. Consecuentemente, también la concepción de la Iglesia queda marcada por este déficit cristológico. Esto merece una breve explicación.
El dogma central de la fe cristiana afirma que Jesús es el Hijo unigénito de Dios hecho hombre. Una persona divina que ha asumido una naturaleza humana. Una persona en dos naturalezas, divina y humana, sin confusión ni cambio, sin separación ni división.
En otras palabras: en Cristo, lo humano y lo divino se han conjugado armónicamente. La cercanía de Dios no solo no destruye lo humano sino que lo sana, lo potencia y lo sostiene como tal. En Cristo, Dios mismo se convierte en garante de la humanidad del hombre.
Esta concepción tiene enormes consecuencias en todos los campos donde se mueve la fe. También en el campo político o social. Es lo que señalaba, por ejemplo, Benedicto XVI en su discurso al Parlamento alemán, cuando decía que el cristianismo no confunde ley revelada con ley civil, sino que el ordenamiento civil debe ser fruto de una lectura racional de la naturaleza humana. Es decir, reconoce la consistencia real de lo humano, respetándolo en sus leyes fundamentales. Lo contrario es una teologización de la política o una politización de la fe, también en expresiones de Ratzinger.
El integrismo suele apuntar a esta mezcla indebida entre religión y política, iglesia y estado, teología y sociología. No reconoce, más práctica que teóricamente, la real consistencia, espesura y autonomía del orden de la creación. Suele tender a identificar el Reino de Dios con alguna magnitud política concreta, pasada o presente, señalando incluso como providenciales a algunos líderes concretos que encarnarían en sí mismos los ideales del Evangelio. Tiende, por lo mismo, a dejar en sombra la dimensión escatológica del Reino de Dios que relativiza toda realización histórica concreta.
En la recepción al artículo de La Civiltà a que nos referíamos arriba, algunos han hecho notar que sus advertencias sobre una mezcla indebida entre cultura, religión y política no valen solo para el conservadurismo católico sino que también es una advertencia para algunas corrientes progresistas.
En fin, los extremos suelen tocarse.
Un test de verificación: la libertad religiosa
Un punto clave para verificar esta naturaleza política del integrismo es la postura que se adopta frente a de la libertad religiosa y al principio de la laicidad del estado tal como los ha formulado el Concilio Vaticano II y la enseñanza de los papas recientes, especialmente Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco.
El Concilio Vaticano II ha reconocido la libertad religiosa como un derecho civil cuyo fundamento es la dignidad de la persona humana. Ha señalado también que la relación entre la Iglesia y el Estado se rige por los principios de la autonomía y la cooperación. El principio de laicidad, por su parte, postula la distinción entre la esfera eclesiástica y la política: a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César.
Este replanteo de un aspecto de la enseñanza social de la Iglesia ha llevado a la superación del ideal del estado confesional católico y de la doctrina de la tolerancia de los cultos no católicos por parte de los gobernantes cristianos, que caracterizaba la enseñanza anterior de los papas y de la teología.
El distinto grado de intensidad del integrismo va desde el rechazo frontal de esta legítima evolución de la doctrina católica hasta una cierta incomodidad frente a las consecuencias concretas de asumir estos postulados en los que se reconoce la legítima autonomía de la sociedad civil y del estado secular.
De todos modos: no apresurarse
Hasta aquí mi presentación de lo que yo entiendo por integrismo. Ojalá que sea útil para esclarecer un poco los términos de nuestros debates.
De todos modos, sigue en pie el criterio de que no hay que apresurarse a calificar o descalificar una determinada postura sin analizarla en todos sus matices. Una empresa siempre necesaria y difícil.
La presentación que acabo de hacer es bastante esquemática. La realidad, gracias a Dios, suele ser mucho más compleja y poliédrica. Siempre más rica que nuestras etiquetas.
Siempre habrá que transitar el camino del discernimiento teológico, rescatando los fragmentos de verdad católica de estas posturas.
La operación no es fácil, pues en demasiadas ocasiones, estos reclamos legítimos quedan ensombrecidos por gestos, actitudes y palabras agresivos, en la frontera del evangelio y la buena educación, que Spadaro y Figueroa han tan certeramente señalado al hablar del «ecumenismo del odio».
Todo lo cual hace más necesaria esta empresa de discernimiento.