Sacerdote del perdón y la reconciliación

Imposicion-manos (1)Homilía en la ordenación sacerdotal de José María Linares – Catedral de San Francisco – Domingo 17 de setiembre de 2017

Concluyendo la parábola del pastor que sale a buscar la oveja perdida, Jesús sentencia: “De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18, 15).

A continuación, siguen los pasajes que hemos estado escuchando estos domingos sobre la corrección fraterna y, hoy, sobre el perdón.

“El Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18, 15).

Que esta Palabra ilumine lo que estamos viviendo.

Querido José:

Estás a punto de recibir la efusión del Espíritu que radicará tu vida en el corazón de este Pastor que, de manera insuperable y definitiva, ha hecho presentes en nuestro mundo los mismos sentimientos del Padre de la misericordia, que no quiere que se pierda ni uno solo de sus hijos.

Tu misma vida ha sido – y es – una experiencia sostenida, honda y gozosa de esa sensibilidad exquisita del Buen Pastor que “te corona de amor y de ternura” (Sal 102).

Te sugiero que, como síntesis de tu biografía vocacional, te aprendás de memoria estas estrofas del Salmo 102. O que compongás con sus palabras tu propio Magníficat. Y que lo guardés en tu Biblia o en tu Breviario, como testimonio visible de lo que solo ven Dios y vos, aunque nosotros podamos percibir algo de ese misterio de amor, Y que este sea el auspicioso inicio y el talante fundamental de tu camino como presbítero.

Que toda tu vida sacerdotal sea una bendición, un himno eucarístico de alabanza al Señor que te ha llamado por tu nombre, te sella con su Espíritu y te envía a su pueblo como testigo de su misericordia.

Nunca olvidés los beneficios con que el Señor compasivo, fiel y misericordioso te ha tratado.

Es más. Me animo a proponerte que, escuchando esta palabra vigorosa del Señor que nos invita a perdonar setenta veces siete, vos mismo comprendás tu sacerdocio como ministerio de perdón y sanación, de reconciliación y de paz.

¿No lo hicieron así San Juan María Vianney y nuestro San José Gabriel Brochero, entre los más conocidos? Vidas sacerdotales que transparentan la santidad de Jesús, el buen samaritano que se inclina ante las heridas de la vulnerabilidad humana para verter en ellas el bálsamo curativo del Evangelio.

En breve, voy a ungir tus manos con el Santo Crisma. Gesto fuerte y decidor. Las manos son el símbolo del hombre que actúa, trabaja y transforma la realidad. Pero también, del hombre que ama y acaricia, reza y sirve.

Las manos del cura son manos que bendicen y transmiten el Espíritu, consagran y perdonan. Pueden hacer eso porque han sido ellas mismas alcanzadas por la unción del Espíritu de Cristo. Son su instrumento en esta Iglesia y en este mundo nuestro, lacerado por tantas divisiones, grietas y odios.

Esas manos ya han recibido los Santos Evangelios. Te recuerdo la bella fórmula litúrgica que yo mismo pronuncié en ese rito, durante tu ordenación diaconal: “Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; cree lo que lees, enseña lo que crees y practica lo que enseñas”.

Manos evangelizadas, ahora ungidas por el Crisma de la misión.

Así, el presbítero edifica la Iglesia: predicando, celebrando y perdonando. Nuestra Iglesia diocesana – cada una de las comunidades que la conforman – esperan de vos ese ministerio de reconciliación. Lo espera con ilusión también nuestro Presbiterio, al que te incorporás por la imposición de manos y el don del Espíritu Santo.

Ni el obispo ni tus hermanos copresbíteros somos hombres perfectos. Como vos, somos aprendices del Evangelio; discípulos que, cada día, tenemos que ponernos delante del Señor de la Iglesia, adorarlo, suplicarle y aprender de Él la humildad de los simples servidores.

Esta mañana, hemos comenzado a leer el Discurso de los Pastores de San Agustín. Vale la pena recordar estas frases que tanto bien nos hacen, aunque también nos ponen en vilo: “El Señor, no según mis merecimientos, sino según su infinita misericordia, ha querido que yo ocupara este lugar y me dedicara al ministerio pastoral; por ello debo tener presente dos cosas, distinguiéndolas bien, a saber: que por una parte soy cristiano y por otra soy obispo. El ser cristiano se me ha dado como don propio; el ser obispo, en cambio, lo he recibido para vuestro bien. Consiguientemente, por mi condición de cristiano debo pensar en mi salvación, en cambio, por mi condición de obispo debo ocuparme de la vuestra”.

Somos y permanecemos pecadores perdonados que, una y otra vez, tenemos que emprender el éxodo de nuestras esclavitudes, internarnos en el desierto confiando solo en la promesa del Señor y hacer el aprendizaje más valioso que puede hacer un discípulo convertido en servidor: que, en definitiva, lo que el Señor nos pide es amor y fidelidad a Él y a su pueblo, porque así lo ama Él mismo, y no quiere que nadie se pierda. Y a ese aprendizaje consagrar nuestra libertad, redimida por la Sangre del Señor.

A partir de esa arcilla que somos, el Señor de la Paz nos consuela, pacifica y nos transforma en servidores de la reconciliación.

Los padres de la Iglesia veían el misterio de la unidad de la Iglesia en la túnica de Cristo, sin divisiones ni roturas. Porque la unidad es un bien precioso para la Iglesia: es don del Dios uno y trino y tiene que vivirse tan concreta y humanamente como mejor podamos expresarla.

Que tus manos entonces trabajen por la unidad y la comunión en la Iglesia, en el Presbiterio y en la sociedad.

No perdamos la ilusión de hacer de nuestras comunidades eclesiales espacios reales de acogida, perdón y reconciliación. Seguramente, vos y yo podemos componer una letanía de fallas, anti testimonios, pecados y miserias, propios y ajenos. ¿Qué logramos con eso? Nada, mucho menos si lo hacemos solo movidos por nuestra acritud interior, sin tener la mirada purificada por el amor compasivo del Buen Samaritano. No perdás la ilusión de ser bienaventurado trabajando por la paz y el perdón.

Y no es una vana ilusión. Cada día – así lo esperamos – vas a tomar entre tus manos el cáliz de bendición que es portador de la Nueva Alianza en la Sangre del Señor, derramada para el perdón de los pecados. Esa Sangre del perdón ha llegado al corazón del mundo. Está obrando la reconciliación.

Como reza la liturgia al Dios de las misericordias: “… en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, sabemos que tú diriges los ánimos para que se dispongan a la reconciliación. Por tu Espíritu mueves los corazones de los hombres para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano, y los pueblos busquen la concordia… que el amor venza al odio, la venganza deje paso a la indulgencia, y la discordia se convierta en amor mutuo” (Prefacio de la Plegaria eucarística de la reconciliación II).

Somos compañeros de camino y colaboradores de Jesús, el principal Obrero de la paz y la reconciliación. Él es el que obra. Nosotros somos sus instrumentos, sus ministros y servidores.

Te estás convirtiendo en presbítero en una Iglesia que no está quieta, sino que vive – a veces, muy a pesar suyo – fuertes transformaciones. Una Iglesia en estado de pascua. Así también será tu mismo sacerdocio: un sacerdocio en estado permanente de éxodo y de pascua.

Tensiones, conflictos, posturas diversas, sensibilidades dispares frente a los mismos problemas. De entre todas las soluciones simplistas a este complejo nudo de cuestiones está aquella que separa las aguas, distingue claramente entre buenos y malos, entre los puros que sí han entendido el Evangelio y… los otros, los que no entienden nada porque son cerrados, ciegos y duros de corazón. Claro, entre los primeros estamos nosotros y los de nuestro paño.

Esa es una lógica mundana. No te dejés ganar por ella, sino hacé crecer en vos la lógica de la caridad y de la misericordia, de la que tan bien nos habla Francisco cuando dice, por ejemplo: “creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad” (Amoris laetitia 308).

Sí José, queridos hermanos y hermanas: hay bien en medio de la fragilidad.

Es signo de la acción del Espíritu Santo que no nos deja solos, librados a nuestra suerte.

Este es el Espíritu que invocaremos ahora sobre el diácono José para que su persona entera quede transfigurada a imagen del Buen Pastor y, así, inicie su camino como sacerdote de la compasión, de la misericordia y de la paz.

Sacerdote misionero para nuestra Iglesia diocesana y para la Iglesia universal. Para nuestra sociedad y nuestro país, tan necesitado de gestos libres de arrepentimiento, perdón y reconciliación.

Querido Pepe: María acompaña tu caminar.

Amén.