«La Voz de San Justo», domingo 17 de setiembre de 2017
¿Tiene sentido seguir diciendo que Jesús nació de una madre virgen? ¿No es esta una afirmación mitológica que despierta más bien burla que una gozosa adhesión de fe? ¿No expresa además un intolerable desprecio por la sexualidad afirmar que Jesús no es fruto de la unión sexual de un hombre con una mujer? ¿No lo aleja de nosotros y, por tanto, diluye la humanidad de la encarnación?
Sin embargo, cada domingo, la Iglesia confiesa su fe en la concepción virginal de Cristo con estas palabras: “Creo en Jesucristo… que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nación de Santa María Virgen”. Y son palabras que vienen de los evangelios: “María, su madre…concibió un hijo por obra del Espíritu Santo”, afirma Mateo (Mt 1,18). Y San Lucas: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti (María) y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,35).
Las críticas arriba señaladas acompañan a los cristianos desde siempre. También desde sus orígenes, la Iglesia se ha sentido llamada a mantenerse fiel a la Palabra de Dios. En la Roma del siglo III, por ejemplo, el que iba a ser bautizado era así interpelado por el obispo: “¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios, que nació de María Virgen por obra del Espíritu Santo?”.
Estamos en el corazón de la experiencia cristiana. Es una afirmación que toca el núcleo mismo de nuestra fe en Jesús como Salvador de los hombres. ¿Cuál es su significado?
Comparto la opinión de quienes señalan que, si Jesús hubiera nacido como fruto de la unión sexual de sus padres, este hecho no impediría la encarnación. Sin embargo, la afirmación de su concepción virginal está ahí como un dato concreto de la fe. Me animo incluso a decir: como un dato testarudo y siempre provocador. No se lo puede reducir a mito, ni tampoco a una bonita afirmación simbólica. Es un signo, sí, y muy poderoso y decidor. Y lo es, porque echa raíces en la realidad concreta de la historia que protagonizan María y José. Dios siempre habla, interpela y salva desde historias humanas concretas, imprevisibles y abiertas a la acción de su Espíritu creador.
El Dios siempre sorprendente que creó todo de la nada, cuando el mundo parecía perdido irremediablemente, nos dio la mayor sorpresa de todas: se abajó y despojó de su gloria y “tomó la forma de esclavo, pasando por uno de tantos”, como afirma San Pablo (cf. Flp 2,6-11). Sí, Dios se embarró… De esa forma hacía resplandecer la luz de su divinidad que es amor compasivo y gratuito. Es el Dios libre, cuya libertad es tan sabia, creativa e inteligente como bondadosa y confiable.
Que el Verbo haya hecho uno de nosotros, por obra y gracia del Espíritu Santo es signo de ese amor gratuito, libre y sorprendente de Dios. ¿Podría haber sido de otra forma? Sí, claro. Pero, interviniendo así en la historia humana, Dios ha querido subrayar que Jesús, nacido de María Virgen y resucitado del sepulcro por el poder del Espíritu, es un nuevo comienzo para la humanidad. Nos amó primero. Nos primereó, como dice Francisco. Da el primer paso para crear, salvar y humanizar, como ha remarcado en su reciente viaje a Colombia.
El poder que interviene en la concepción virginal de Cristo es el Espíritu creador del Padre. El mismo que hizo surgir todo de la nada y que, en la plenitud de su manifestación, arrancó a Cristo de los brazos de la muerte en la resurrección.
María, la Virgen, es el signo viviente de cómo la humanidad ha sido convocada para acoger y hacer suyo este don supremo del Dios amor. Dios quiso contar con su libertad, como también con la nuestra.
Ella nos ayuda a comprender mejor el sentido profundo de la fe que confiesa con gozo, pero también con provocativa valentía: “Creo en un solo Señor Jesucristo…que, por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre” (Credo niceno constantinopolitano).
El próximo domingo retomamos el tema.