Camino, palabra y pan

«La Voz de San Justo», domingo 3 de setiembre de 2017

“Nadie puede decir: «Jesucristo es Señor» si no está impulsado por el Espíritu Santo” (1 Co 12,3). Con estas palabras de San Pablo terminábamos nuestras reflexiones del domingo pasado. Nos permiten dar un paso más en nuestra meditación sobre la fe en Jesucristo que confiesa el Credo apostólico.

Hablaremos del Espíritu Santo al comentar la tercera parte del Credo. Sin embargo, no podemos dejar de mencionarlo ya ahora. La vida cristiana como encuentro con Cristo solo es posible “en el Espíritu Santo”. La experiencia cristiana no es seguimiento de un personaje del pasado, sino encuentro con Cristo vivo y presente en la propia vida. Experimentarlo así es la misión del Espíritu en nuestras vidas.

El Espíritu es ese espacio abierto y discreto en el que acontece el encuentro con Cristo. Su acción invisible, sin embargo, se manifiesta visiblemente. El relato de Emaús, en el evangelio de San Lucas, le ha dado forma narrativa a esta experiencia cristiana (cf. Lc 24,13-35). Allí, el evangelista ha plasmado la experiencia que toda comunidad cristiana tiene de la presencia del Resucitado, su dinamismo interior y su manifestación visible. Podemos resumir su mensaje con tres palabras claves: camino, palabra y pan. Comentémoslas brevemente.

Ante todo, camino. La experiencia cristiana encuentra en esta palabra una de sus mejores expresiones. De hecho, ese es uno de los nombres más antiguos del cristianismo: “el camino”. Y un camino que se comparte. Ya dijimos al inicio de estas reflexiones sobre el Credo que el acto de fe es, a la vez, personal y comunitario: el “yo creo” es inseparable del “nosotros creemos”. El encuentro con Cristo resucitado acontece siempre en una trama de relaciones humanas en la que se entrelazan dinámicamente: testimonio, anuncio, celebración y opciones de vida. Cristo resucitado vive en sus discípulos. Es inseparable de la comunidad de sus discípulos. Solo quien se introduce en ese caminar común, involucrándose en todo lo que implica (luces y sombras, trigo y cizaña), experimenta su presencia.

La Palabra, escuchada y transmitida, forma parte indisoluble de esa experiencia de camino. Para un cristiano, Palabra no es sinónimo de libro. Es mucho más. La Palabra de Dios es, ante todo, Jesucristo que habla a su Iglesia en los textos de la Sagrada Escritura. El corazón de la Biblia son los cuatro evangelios. En ellos, la voz del Resucitado es inseparable de la experiencia de fe de la Iglesia. Los evangelios no son biografías en el sentido moderno de la expresión: ellos narran los dichos y hechos de Jesús ya acogidos, celebrados y vividos por la comunidad eclesial. Han nacido en la comunidad eclesial, recogen y expresan su fe. Es la Iglesia la que los custodia, interpreta y transmite.

Quien escucha así la voz del Resucitado experimenta lo que vivieron los discípulos de Emaús: una luz que hace arder el corazón, porque enciende la esperanza, da sentido e ilumina la propia vida con la luz que viene de Dios. Ese escuchar desemboca en la experiencia de una Presencia que se entrega como alimento para la propia vida: la Palabra lleva a la Fracción del Pan en la que se reconoce al Resucitado. En el centro de la experiencia de Cristo resucitado que tenemos los cristianos está la Eucaristía. Ella es el banquete que hace presente y visible la entrega pascual de Cristo por nosotros. Es el sacramento del amor de Cristo.

Así, el Pan alimenta y se hace forma de vida: seguir a Jesús por el camino de la entrega de la vida. La comunidad que Jesús resucitado reúne en torno suyo no puede sino hacerse también ella caminante y compañera de camino de toda la humanidad. Custodiando la Palabra viva de Dios, no puede dejar de de transmitir la alegría del Evangelio. Reconociendo a Jesús en la Fracción del Pan, no puede de sentirse urgida a partir el pan que alimenta a todos los hambrientos.

Camino, palabra y pan son los lugares donde el Espíritu hace posible el encuentro con el Resucitado.