Creo en Jesucristo

“La Voz de San Justo”, domingo 13 de agosto de 2017

Y llegamos a Jesucristo. De ahora en más, nuestras meditaciones sobre el Credo apostólico estarán centradas en su persona y en su significado para nosotros.

Digámoslo sin rodeos. Lo que postula la fe cristiana es una verdadera locura: este judío de nombre Jesús es el centro de la historia y de todo lo que existe. “Todo fue creador por él y para él”, es la lapidaria sentencia de Pablo (Col 1,16). Todo lo que el hombre aspira saber y experimentar de Dios pasa por su persona, su historia y su palabra. Él ha contado a Dios, a quien llama “Abba” (Padre). Pero también, todo lo que aspiramos ser como hombres se devela en él. Él es la medida de todo genuino humanismo.

Esta es la escandalosa pretensión del cristianismo. Es verdaderamente insoportable.

Sin embargo, su fascinación no cesa con el paso del tiempo ni en razón de la opacidad de quienes se dicen sus discípulos o de la que pretende ser “su Iglesia” y guardar su memoria.

Un místico musulmán lo ha sentenciado con agudeza: “¿Jesús de Nazaret? Una enfermedad contagiosa”.

Es su mensaje. Son sus obras. Sus palabras. Pero, por encima de todo, es su propia persona la que atrae, fascina y convence. Jesús no deja indiferente a nadie. De ahí que resulte tan peligroso exponerse al influjo de los evangelios que, como una sinfonía compleja y armoniosa, lo hacen presente de un modo único. El arte, en todas sus manifestaciones, no deja de inspirarse en él, en su rostro o en su cruz. Incluso el más descarnado e increyente no puede dejar de hacerse eco de su misteriosa belleza.

Lo que los cristianos llamamos “fe” es la única clave para descorrer el velo de este misterio: para el creyente, Jesús de Nazaret es mucho más que un profeta, un místico o un personaje de alta calidad moral que nos habla desde el pasado. Es, sin más, el Viviente. Por eso, al abrir las Escrituras, es su voz la que nos llega, nos interpela y, en la misma medida que nos hiere, nos ilumina y orienta.

La sobriedad del Credo apostólico lo confiesa con tres expresiones tomadas de las Escrituras. Se trata de tres títulos que indican qué significa Jesús para la fe cristiana. No son los únicos, pero son los que más han marcado el camino de la fe de la Iglesia. Son estos tres: Cristo, Hijo único, Señor: “Creo en Jesús Cristo, su único Hijo, nuestro Señor”.

El título “Cristo” significa: ungido, en hebreo: “Mesías”. Jesús es el Cristo, el Ungido de Dios. De tal manera, el título se ha fundido con la persona de Jesús que ha pasado a ser su nombre: Jesucristo. Al nombrarlo ya se está confesando la fe en él: Jesús es el Cristo, el Mesías esperado, el que está colmado del Espíritu de Dios. Su persona queda indisolublemente unida a la de sus discípulos.

Hijo único es el segundo título con el que el Credo confiesa la fe. Si, a lo largo de los evangelios, Jesús siempre se refiere a Dios, llamándolo Padre, en un sentido único y original, él mismo no puede ser comprendido sino como el Hijo único del Padre. Solo al invocarlo así trasponemos el umbral del misterio de su persona. Volveremos sobre esto.

Finalmente, el Credo invoca a Jesús como “nuestro Señor”. La liturgia es el ámbito donde este título resuena con especial fuerza: “Señor, ten piedad”, decimos pidiendo perdón, pero también reconociéndolo a él como único Señor de nuestras vidas. Este título recoge el modo como el antiguo testamento invoca al mismo Dios, creador y liberador. En los Salmos, por ejemplo. Pero también, invocándolo de esa manera, los primeros cristianos tomaban posición frente a toda pretensión de dominio absoluto por parte de los señores mundanos: el emperador, el estado o cualquier poder que pretenda reclamar para sí un reconocimiento absoluto. Solo Jesús es el Señor, solo ante Él doblamos la rodilla. Aún hoy, este reconocimiento del señorío de Cristo, a la vez que confesión de fe es afirmación de la más profunda libertad, sellada, en demasiadas ocasiones, por la sangre de los mártires.