“La Voz de San Justo”, domingo 23 de julio de 2017
“Después dijo el Señor Dios: «No conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» … Entonces el Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando este se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío. Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará Mujer, porque ha sido sacada del hombre». Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne” (Gn 2,18.21-24).
La soledad es compañera de camino de todo ser humano. Siempre está ahí. ¿Quién no ha sentido su aguijón? Duele y atemoriza. Pero ¿es solo eso? Frente a ella ¿solo cabe resignación? ¿Podríamos saborear los encuentros si no supiéramos de soledades? Y de eso nos habla el Génesis. “No conviene que el hombre esté solo”, reflexiona el Creador. Solo cuando su soledad queda habitada por la presencia de la mujer, el varón puede conocer el gozo de un encuentro sorprendente que llena de sentido la vida.
La pareja humana – varón y mujer – es la cumbre de la creación. Ambos componen la imagen de Dios en el mundo. Hacia ese encuentro entre el hombre y la mujer apunta todo: el jardín plantado por Dios, el cuerpo formado de la arcilla de la tierra, el aliento divino que da vida al hombre, la libertad para elegir el rumbo de la vida. Algún comentarista ha hecho notar que este relato alterna cuatro imágenes de Dios: el jardinero que planta y cultiva el Edén, el alfarero que forma al hombre de la arcilla, el cirujano que extrae la costilla de la que surge la mujer y el padrino de bodas que lleva a Eva ante la presencia de Adán. Este sucederse de imágenes divinas expresa algo sorprendente: Dios ha puesto toda su potencia creadora en el misterio fascinante de la sexualidad del varón y la mujer.
Hay una tradición judía que dice que, en la creación, Dios se ha encogido para dar cabida al ser humano. Es una bella metáfora: ¿no es eso precisamente el amor? Renunciar para ganar, perder para encontrar. ¿No tenemos que superar el miedo al otro distinto para desvelar el secreto de la vida? Ese misterio alcanzará su plena manifestación en la pascua. Pero ya está presente en la creación: Dios quiere que el hombre y la mujer experimenten ese gozo. Por eso los hace iguales en dignidad, diferentes en cuerpo y en genio, pero llamados a la reciprocidad del encuentro y la colaboración.
Este misterio se activa toda vez que dos chicos, enamorados, comienzan a soñar un proyecto común de vida. Y si, superando las fatigas del camino, ese amor inicial – inmaduro, frágil y siempre peregrino – echa raíces en la vida compartida, da paso a una de las realidades más luminosas que puede experimentar el ser humano: el hogar y la mesa común que reúne a padres, hijos y hermanos. Y a muchos más.
“Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y cultívenla…” es la palabra originaria del Creador. Corre el tiempo, las culturas se transforman y con ellas los roles del varón y la mujer. Y así, la libertad del hombre hace suya la maravillosa verdad que Dios ha inscrito, con maestría de orfebre, en su cuerpo y en su alma: “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne”.