La referencia es ya lejana: 17 de febrero de 1950. El Papa Pío XII intervenía con un sustancioso discurso en un congreso de periodistas católicos. El tema: el rol de la prensa católica en la conformación de la opinión pública. Al ir concluyendo su intervención, el Papa Pacelli, en dos párrafos trazó el perfil de lo que él mismo llamó: “la opinión pública en el seno mismo de la Iglesia”.
Y, casi como curándose en salud, aseveraba: “Se extrañarán de esto solamente quienes no conocen a la Iglesia o quienes la conocen mal. Porque la Iglesia, después de todo, es un cuerpo vivo y le faltaría algo a su vida si la opinión pública le faltase; falta cuya censura recaería sobre los pastores y sobre los fieles”.
Había escuchado muchas veces la referencia a este discurso. Lo he leído completo en estos días. ¿La razón? En realidad, son dos.
Va la primera. En mi perfil de Facebook subí un artículo de una página católica sobre el terrible caso de violencia y abuso en el Coro de la catedral de Ratisbona, dirigido durante treinta años por el hermano de Benedicto XVI, Georg Ratzinger. Me pareció importante destacar que era la misma diócesis de Ratisbona la que había encargado la investigación y el informe. Hoy, la iglesia mira de frente, sin miedo y con decisión, esta grave crisis. En los comentarios se dio un intercambio de pareceres, a mi criterio, muy valioso: ¿tenemos que hablar de esto? ¿Es propio de un obispo publicar este tipo de noticias? ¿No le hacemos el caldo gordo a nuestros enemigos que se solazan en sacar a la luz estas miserias? Todas cuestiones importantes. Pero, ya allí, me surgía una inquietud que noto desde hace tiempo: en un contexto argentino general de notable incapacidad de debatir ideas, privilegiando los golpes bajos y las chicanas, los católicos – aún sin caer en esos extremismos – nos sentimos bastante incómodos opinando…sobre materia opinable y, sobre todo, manifestando que tenemos miradas diversas.
En segundo lugar, “last but not least”, un artículo de La Civiltà Cattolica de Antonio Spadaro y Marcelo Figueroa, abordando la extraña convergencia que parece darse en EEUU entre fundamentalismo evangélico e integrismo católico, con el consiguiente riesgo de mezclar cultura, política y religión detrás de la aspiración a una suerte de teocracia cristiana. El artículo ha desatado una serie de reacciones que hicieron descender al ruedo del debate, no solo a los usuales trolls católicos que pululan en la red, sino incluso a personas significativas del mundo eclesial (obispos, pensadores, hombres y mujeres de la comunicación), algunos con una posición muy crítica frente a las reflexiones de Spadaro y Figueroa. Yo mismo tuiteé que, con su artículo, Spadaro y Figueroa habían puesto el dedo en una llaga. Las reacciones que se van sucediendo me confirman en esa apreciación.
El artículo me hizo pensar un poco más en el integrismo católico en Argentina. Fenómeno que conozco bastante bien, y no solo por lecturas históricas o teológicas, sino por un contacto personal con ese complejo mundo en el que se aúnan: tradicionalismo, nacionalismo, conservadurismo doctrinal y un rigorismo moral selectivo, también detrás de un proyecto político más o menos definido. Siempre he sentido la necesidad de discernir mejor toda esa realidad que, no por minoritaria, deja de ser un fenómeno que merece atención. Qué y cuánto de verdad y legitimidad católicas, de ilusión y de falsificación hay en sus reclamos. Sobre este tema sí que hemos hablado. Sólo me queda la duda sí no merece una reflexión más serena, al menos de mi parte. Lo cual significa: estar mejor dispuesto a escuchar.
A estas dos razones tendría que sumar un diálogo muy bueno que tuvimos días pasados algunos pastores acerca de las condiciones que hacen posible (y provechoso) un diálogo más franco y maduro dentro de la Iglesia, en todos sus niveles, especialmente entre quienes somos corresponsables de la vida pastoral. Y, por ende, la necesidad de aprender a debatir con “humildad y parresía”, según el decir del Papa Francisco al concluir el Sínodo extraordinario de 2015. Humildad para escuchar, especialmente las posiciones divergentes a la propia. Valentía para decir lo que lealmente se piensa, sin temor a ser juzgados o mirados con sospecha.
Digo en voz alta, lo que me digo a mí mismo varias veces: “el 99 % de las cosas que discutimos forman parte de ese conjunto tan amplio y variado de cuestiones precisamente contingentes y opinables, es decir, abiertas de distintos enfoques y soluciones”. Si esto es así, necesariamente estamos invitados a la fatiga siempre fecunda de una escucha fraterna más atenta y real.
Tal vez tengamos que desempolvar aquel anhelo del Beato Pablo VI al inicio de su ministerio, cuando trazó los círculos de diálogo en que debe empeñarse la Iglesia: todo lo que es humano, con los que creen en Dios, con los hermanos que creen en Cristo y, finalmente, el diálogo dentro de la misma Iglesia. Respecto a este último, solo atinaba a expresar algunos grandes desiderata que, al menos a mi criterio, siguen en pie, esperando una respuesta más decidida de todos. Es el punto que me interesa destacar:
“¡Cómo quisiéramos gozar de este familiar diálogo en plenitud de la fe, de la caridad y de las obras! ¡Cuán intenso y familiar lo desearíamos, sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Cuán sincero y emocionado, en su genuina espiritualidad, cuán dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Cuán capaz de hacer a los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sensatos, hombres libres, hombres serenos y valientes!” (Ecclesiam suam 43).
Es eso: un diálogo “católico”, es decir, sensible a todas las verdades, virtudes y realidades de nuestro patrimonio. Un diálogo abierto. Soñemos entonces. Ese ejercicio de la razón guiada por la caridad es un inestimable servicio a la verdad del Evangelio que nos ha sido confiada.
Aquí el link con el artículo de La Civiltà Cattolica:
http://www.laciviltacattolica.it/articolo/fondamentalismo-evangelicale-e-integralismo-cattolico/