Uno en cuerpo y alma

“La Voz de San Justo”, domingo 16 de julio de 2017

La primera palabra que el Creador me dirige es mi cuerpo. No tengo un cuerpo, soy mi cuerpo. De la arcilla de la tierra, pero con el aliento divino como respiración, dice poéticamente el Génesis. Eso es lo que soy. Allí radica el misterio más profundo que me habita. Una tensión nunca resuelta del todo.

El cuerpo es la cárcel del alma, enseñaban algunos filósofos de la antigüedad. Lo repiten hoy algunas modernas ideologías. El hombre verdadero suspira salir de esa prisión. Y ser libre de es condicionamiento, sacudiéndose de encima el polvo molesto que acumula su cuerpo.

Al confesar su fe en un Dios creador de todas las cosas, la fe cristiana protesta, una y otra vez, contra esa forma de interpretar la condición humana. No. Toda forma, antigua o nueva, de desgajar la corporeidad del misterio del hombre es una interpretación falsa de la realidad. Puede sonar poética, muy espiritual o incluso ser tenida por progresista. Pero sus consecuencias son siempre funestas.

Todo en el cristianismo apunta en una dirección contraria: el Verbo de Dios se hizo hombre. Se hizo carne, apunta san Juan en su evangelio (cf. Jn 1,14). Allí en la humilde humanidad de Jesús, los creyentes hemos visto la gloria de Dios en todo su esplendor. Ese “Deus humilis” (Dios humilde) yació en pañales en Belén y sufrió la pasión en el Gólgota. Entregó su cuerpo y derramó su sangre para la redención. Ese cuerpo y esa sangre están en el centro del culto cristiano, en la Eucaristía.

Por eso, un autor cristiano del siglo III llegó a decir, en un latín sobrio pero certero: “caro cardo salutis”, es decir: “la carne es el quicio de toda la salvación”. Todo, en el cristianismo, pasa por el cuerpo. Al cuerpo se lo baña en el bautismo y se lo unge en los demás sacramentos. Se lo venera como templo de Dios en esta vida mortal, incluso y especialmente si herido y enfermo. Y se lo honra con ternura y piedad en la muerte: se lo asperja con agua bendita, se lo rodea de incienso mientras se ora, se lo deposita en la tierra, con el alma atravesada de dolor, pero también con la esperanza en la resurrección de la carne y la vida futura.

Y no hablemos de la veneración de las reliquias de los mártires o de los santos. Del arte cristiano que, con todo el enorme recurso de las artes figurativas, representa el rostro del Señor, de su santa Madre, de los santos y beatos. Nuestros hermanos de Oriente veneran los iconos como presencia sacramental del misterio de Dios en medio del mundo.

El cuerpo no es cárcel del hombre, sino don de Dios para que el ser humano, creado a su imagen y semejanza, precisamente a través del cuerpo, aprenda a amar y a entregarse, a dar vida y a tender la mano. Esa es la vocación del cuerpo, de la sexualidad humana y de todo ese rico mundo que son los sentidos y las emociones que experimentamos en nuestro cuerpo. No es cárcel, sino camino de libertad.

Vuelvo al inicio: el cuerpo es el primer mensaje de Dios para el hombre. A través de él trabajamos, construimos y amamos. En él van quedando las huellas de todo lo que hemos vivido: trabajos y amores, también penas y dolores. Un rostro surcado de arrugas, unas manos marcadas por el trabajo, una boca que ha sonreído y unos ojos que han llorado. Allí, como en el Crucificado y sus llagas, están las huellas de nuestra identidad personal, tal como la hemos recibido y como la hemos desarrollado a lo largo de nuestra vida.

No tengo un cuerpo, soy mi cuerpo. Soy uno, en cuerpo y alma. Se nos va la vida tratando de decodificar el significado de esta unidad y de esta complejidad. Lo que la fe nos dice sobre nuestra condición humana nos hace pensar. Seguiremos el próximo domingo.