Creador del cielo y de la tierra

«La Voz de San Justo», domingo 2 de julio de 2017

La Biblia se abre con los relatos de la creación, la caída y la promesa (Gn 1-3). Si una mente abierta los escudriña con curiosidad, respetando su carácter poético y religioso, no dejará de percibir su lirismo y la honda sabiduría de su mensaje.

Hablan con los recursos del lenguaje religioso: el símbolo, la metáfora, la reflexión sapiencial, la interpelación personal. Buscan que el lector se comprenda a sí mismo y el sentido de su vida. Miran además con realismo la condición humana, tal como también hoy la experimentamos. No ocultan, por eso, la oscuridad del mal, ni las huellas de Dios.

Es claro que el Génesis no pretende ofrecer información científica. “La Biblia no nos dice cómo es el cielo, sino cómo ir al cielo”, decía Galileo. La creación habla. Su mensaje lo escucha el científico que estudia su estructura interna, pero también el hombre religioso que se eleva desde ella al Creador. Es la experiencia del orante de la Biblia: “Al ver el cielo, obra de tus manos, la luna y la estrellas que has creado: ¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides?” (Salmo 8,4-5).

En la cumbre de la obra de Dios está el hombre libre. Al modelar al hombre del barro de la tierra, Dios pensaba en su Hijo Jesucristo, decía un autor cristiano del siglo III. La libertad humana está modelada a imagen de la libertad de Cristo. Es a Él a quien tenemos que mirar para comprender el designio creador de Dios.

Cuando, por ejemplo, leemos las parábolas de Jesús, su mirada parece desvelar el secreto de todo lo creado. Para Jesús, los lirios del campo, las aves del cielo y una semilla de mostaza hablan de Dios y su reino, no menos que las manos de una mujer que pone levadura en la masa, o un niño que pide pan a su padre.

En las manos de Jesús se nos muestra una creación reconciliada, amiga del hombre y abierta a la fraternidad. A Él acudimos, sobre todo en estos tiempos en que nos apremian preguntas como las que formulaba el Papa Francisco: “¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?… ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra?” (Laudato Si 160).

La libertad es la obra maestra de la fantasía creadora de Dios. Ha sido también su apuesta más arriesgada. El Creador ha querido al hombre como hijo, amigo y compañero en el cuidado de este mundo. Por eso, cuando su libertad ha quedado herida por el pecado, ha salido a rescatarla con la cruz de Cristo.

Estamos fatigosamente aprendiendo a respetar nuestra “casa común”. La tierra tiene leyes que orientan la acción. Pero también ese microcosmos que es el hombre. Ni con él ni con la tierra podemos hacer lo que se nos antoja: usar, consumir y descartar. Somos libres, pero con una libertad responsable, que es siempre don y tarea: el hombre es libre si aprende a amar hasta el don sincero de sí. La libertad nos pone junto a los otros: a Dios, a los demás y a la “hermana madre tierra” como decía Francisco de Asís.

Ese es el sentido último de la creación: la vida es don del Creador, que ha de ser vivido también en la gratuidad del don. La fe en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra lo confiesa con admiración y alegría.