“La Voz de San Justo”, domingo 25 de junio de 2017
¿Un Dios Padre todopoderoso? ¿En serio? Un Dios así ¿no es una proyección de nuestros deseos infantiles? ¿No tendríamos que matar a ese Dios “omnipotente” y vivir sin ilusiones y falsos consuelos? ¿No es precisamente un signo de la madurez del hombre moderno haberse liberado de semejante yugo?
Tenemos que ser honestos. Muchas veces, el modo de vivir o expresar nuestra fe ha podido reflejar algo de esa dura crítica a la religión. Hay formas de religiosidad que anulan la personalidad, favorecen el infantilismo y nos impiden vivir a fondo la vida.
Pero ¿es esa la genuina experiencia cristiana que transmite el primer artículo del Credo?
Aquí también hay que ser honestos. Ante todo, reconociendo que la más dura crítica a toda falsa religiosidad la encontramos en las páginas de la Biblia. La prohibición de hacerse imágenes de Dios y no tomar su santo Nombre en vano ¿no busca conjurar el riesgo siempre acechante de manipular a Dios, subordinándolo a nuestros intereses?
Los profetas del antiguo testamento sabían bien qué fácil resulta transformar la religión en un culto idolátrico: en vez de dejarse sorprender por el Dios vivo, adorar un ídolo hecho a imagen y semejanza de nuestros pequeños intereses. O de hacer de Dios, su ley y su palabra la justificación del dominio despótico de unos sobre otros. Los profetas no se cansarán de denunciar semejantes abusos religiosos: Dios no es así; Él está siempre del lado del pobre, del que es explotado y vilipendiado; Dios no es como lo imaginamos.
Sin embargo, el mayor crítico de toda forma de religiosidad deshumanizante es el propio Jesús de Nazaret. Antes que, con palabras, es su vida misma la que habla. Los evangelios nos lo presentan como un hombre pleno. Para nada, su comunión con el Padre ha hecho de él una persona apocada, refugiada en sus deseos infantiles o alguien que va detrás de falsas ilusiones. Por el contrario, la cercanía inaudita que tiene con Dios, su Padre, ha activado en él todas las potencialidades de su humanidad.
Deslumbra por su exquisita libertad, la riqueza de su mundo interior, su capacidad de ver la realidad, su sensatez y su mansedumbre. Pero, sobre todo, su inigualable capacidad de amistad, cercanía y comprensión de los demás, especialmente de los más heridos y vulnerables. Entregará la vida en plena posesión de sí mismo, en un acto libre, lúcido y sin victimizarse a sí mismo, sino disculpando y perdonando a quienes lo matan. Así, el perdón, con toda su fuerza transformadora, ha entrado en la historia. ¿Quién lo hubiera imaginado?
Muchos de sus discípulos, hombres y mujeres de todos los tiempos y pelajes, conjugarán en sus vidas esa misma riqueza vital. Jesús ha dejado huella. Ha logrado comunicar su Espíritu.
“El que me ha visto, ha visto al Padre”, declara Jesús (Jn 14,9). Él es el Hijo único hecho hombre. Es el Verbo encarnado. Es a esa experiencia fundante a la que tenemos que mirar para comprender qué es lo que confesamos cuando profesamos nuestra fe en un Dios Padre todopoderoso. Jesús es el evangelio que nos muestra quién y cómo es Dios, qué significa que lo reconozcamos cómo Padre, y cuál es la verdadera naturaleza de ese poder divino.
Jesús nos ha mostrado que Dios se conmueve por todo hombre que sufre. Ese es su poder: lo ha llevado a hacerse compañero de camino y a dejarse crucificar con todos los crucificados de la historia. Así, con su amor, le ha puesto definitivamente un límite al mal.
Claro que Dios es todopoderoso. ¿Podríamos entregarle la vida a un Dios que no lo fuera? Pero no es un poder que abruma. No anula la libertad. La hace posible y la estimula. Pone en crisis toda deformación de la paternidad. Es su verdadera medida. Jesús, con su cercanía a los pobres y heridos de la vida, nos mostró que Dios tiene con ellos su corazón.
¿Queremos conocer en qué consiste la omnipotencia divina? La filosofía es un buen camino. Pero hay uno mejor: las bienaventuranzas. Ese es el camino de Jesús.