El Poder Ejecutivo ha presentado un proyecto de “Ley de libertad religiosa”, para que sea discutido en el Congreso.
Ojalá se dé un buen debate. Es decir, que se intercambien ideas de fondo. Porque la libertad religiosa misma lo es. Forma parte del núcleo sustantivo de los derechos humanos.
No hay que tenerle miedo al debate a fondo de ideas, apasionado y áspero tal vez, pero que, amante de la verdad en todas sus dimensiones y rehuyendo el golpe bajo y la chicana, puede alcanzar un notable resultado superador.
Una pregunta clave es, a mi criterio, esta: ¿las religiones suponen un bien para la sociedad y la vida ciudadana de Argentina? Consagrada por la Constitución Nacional, la libertad religiosa ¿merece, además de protección legal, que una ley la promueva activamente?
Obviamente, para mí, la respuesta a estas cuestiones es positiva. Incluso señalando desviaciones y graves errores, las religiones en Argentina constituyen un activo muy valioso de nuestra vida ciudadana.
El Estado tiene que cuidar y favorecer que los ciudadanos desarrollemos los valores religiosos que, con otras manifestaciones espirituales, culturales y éticas de nuestra realidad plural, le dan alma y aliento a la vida social. Entre otras cosas, porque las religiones ofrecen energías espirituales (sentido, razones y motivos) para acometer con paciencia el trabajo nunca acabado de edificar la justicia y lograr el bien común, habida cuenta de los graves desafíos que tenemos los argentinos en múltiples campos de nuestra convivencia ciudadana.
Pensemos, por ejemplo, en la superación de la pobreza o en problemas tan complejos y abrumadores como la corrupción y las adicciones. Podríamos añadir también el cuidado del medio ambiente.
Argentina tiene una fuerte tradición laicista que ha configurado buena parte de sus instituciones, incidiendo también en el modo como las personas entendemos y organizamos nuestra vida y nuestra convivencia.
Es claro que, entre las tendencias laicistas y las religiones – por ejemplo, la católica – siempre habrá tensión y, en no pocos casos, una franca oposición. Lo sensato, a mi criterio, es pensar esa tensión en términos de una “oposición constructiva” (Ronheimer). Las tensiones bien encaradas hacen a la dinámica saludable de una sociedad. Lo contrario es peor: supone que alguna voz ha sido acallada o censurada.
En este sentido, el debate de esta ley puede ser ocasión de superar algunos esquemas fundamentalistas, presentes un poco en todos lados. Porque al integrismo católico que pretende trazar una línea directa entre las verdades de fe y la configuración política del país, le ha correspondido un fundamentalismo laicista que no ve ningún valor positivo en la religión y, al no poder eliminarla del todo, busca reducir su potencial de daño.
El debate parlamentario, superando el riesgo de sancionar una “ley contra” (las religiones, o la Iglesia católica), puede ser un ejercicio interesante de debate ciudadano que se haga cargo, tanto de la actual complejidad religiosa de Argentina como de los consensos fundamentales para encauzar el aporte que, de hecho, las religiones vienen haciendo a la convivencia ciudadana en nuestro país.
Un buen comienzo es el consenso ya logrado entre las principales confesiones religiosas presentes en el país, que ha acompañado la elaboración del proyecto.
Ojalá que este inicio prometedor alcance un buen desenlace.
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