Nosotros, sin el domingo, no podemos vivir

“La Voz de San Justo”, domingo 18 de junio de 2017

Interrumpo las meditaciones sobre el Credo, porque este domingo es Corpus Christi. Quisiera meditar sobre la Eucaristía. Más precisamente, sobre la Eucaristía dominical.

Por eso, he titulado esta columna: “Nosotros, sin el domingo, no podemos vivir”.

Alguno habrá reconocido esta famosa frase. Pertenece a unos cristianos africanos del siglo IV. Arreciaba la última gran persecución, y el estado había prohibido el culto cristiano. A pesar de esto, la comunidad de Abitinia (actual Túnez) lo hizo igual. Sorprendidos por la autoridad, esta fue su respuesta: “Nosotros no podemos vivir sin el domingo”. Fueron martirizados.

Nosotros, católicos del siglo XXI, ¿podríamos hacer la misma afirmación? No solo como una frase bonita, sino como expresión de una convicción. Es decir, de una decisión a conciencia, libre y arraigada: allí donde decidimos qué queremos ser realmente. Porque allí radica la fe cristiana. No en el mero sentimentalismo o en la fugacidad de las emociones.

Algunos sacerdotes me han comentado con cierta desazón, que algunos católicos prefieren ir a Misa el sábado por la tarde, para tener el domingo “más libre”. Seamos claros: es lícito ir a Misa el sábado por la tarde y disfrutar del descanso dominical. Pero… esto ¿no nos hace ruido? ¿No forma parte de la esencia misma del domingo la celebración de la Eucaristía? ¿No debería tener prioridad en nuestra organización de las actividades del domingo?

¿Por qué vamos a la Eucaristía dominical? ¿Qué razones y motivos tenemos para celebrarla?

La Pascua es el centro del año cristiano, porque es el centro de nuestra fe. La Misa del domingo es la Pascua semanal. Se es cristiano – decía con acierto Benedicto XVI – por un encuentro con un acontecimiento y con una persona. La persona es la de Cristo. El acontecimiento es su pascua. Ese encuentro cambia la vida, y le da a la existencia su orientación decisiva.

Celebramos la Misa porque el Señor nos lo mandó: “Hagan esto en memoria mía”. Y lo hacemos, esperando su venida gloriosa, al fin de los tiempos. La Eucaristía es signo de esa esperanza que nos mantiene en camino.

El gesto culminante de la Cena del Señor es la comunión con su Cuerpo y con su Sangre. Nos hacemos una sola cosa con Él. Nos dejamos asimilar por Él. Comulgamos con Él, con sus sentimientos y con su opción más honda: entregar la vida para que llegue el Reino de Dios. ¡Cómo sentimos que algo nos falta cuando, por alguna razón de peso, no podemos acercarnos a comulgar!

El motivo y la razón últimos para celebrar la Eucaristía no es otro que el mismo Cristo. Escuchar su palabra. Ser alcanzados por su Espíritu. Reconocerlo a Él como Señor y Salvador. Tener en el corazón su mismo deseo: que el Reino de Dios venga a nuestro mundo y lo transforme.

Claro: lo que celebramos en la Misa – la entrega de Cristo por amor – ha de incidir en lo cotidiano de nuestra existencia. Así en la vida como en la Eucaristía. Tenemos que tener “coherencia eucarística”: seguir e imitar a Cristo en el servicio, el amor desinteresado y la entrega de nuestra propia vida.

No vamos a la Misa porque resulta divertida. Diversión o aburrimiento no son categorías para hablar de la Eucaristía de Jesús. Resultan demasiado superficiales ante un misterio tan hondo: el sacrificio pascual de Cristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y nos da la paz.

No podemos vivir sin la Eucaristía porque no podemos vivir sencillamente sin Jesús y su Evangelio. La pregunta fundamental entonces no es si vamos o no a Misa el domingo. La pregunta fundamental es por Cristo. Si he tenido una experiencia con Cristo vivo, un encuentro con Él. Esta es la pregunta de fondo.

Realmente, no podemos vivir sin el domingo, sin la Eucaristía. Sin participar con fe viva en ella, no podremos sobrevivir como discípulos de Jesús.

La Eucaristía nos abre a la comunión con Dios y con los demás, nos ensancha el horizonte y nos salva de la soledad. Es, por eso, un anticipo del cielo.