La Eucaristía, hogar de vocaciones

29149_la_ultima_cena_en_la_pasion_de_mel_gibson__inspirada_en_las_visiones_de_anna_catalina_emmerich_

Homilía en la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor – sábado 17 de junio de 2017

La Eucaristía es hogar de vocaciones.

Ante todo, la celebración misma de la sagrada liturgia eucarística. La más solemne, tanto como la más humilde y silenciosa.

Pero también es llamada – y con una elocuencia especial –el sagrario, donde Cristo parece estar siempre en actitud de espera: el amigo que espera al amigo que no termina nunca de llegar.

La Eucaristía es llama y llamada.

Fuego ardiente, porque actualiza el misterio de la Pascua del Señor. Nos desafía a dejarnos quemar por el fuego de Cristo que es la caridad ardiente de su Espíritu. Ese es el fuego que arde en cada Eucaristía.

Es el Resucitado el que nos alcanza en ella, nos interpela, nos invita y nos conmina a reunirnos en torno suyo: “Les aseguro que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes” (Jn 6,53).

Claro: solo una fe viva, inquieta y peleadora nos hace aptos para escuchar esta llamada que la Cena del Señor contiene y corporiza.

*    *    *

En estos días, me ha venido varias veces a la memoria aquel relato del siglo IV sobre los cristianos de Abitinia, pequeña comunidad cristiana del norte de África. Hoy Túnez.

Arreciaba la última gran persecución del Imperio romano contra los cristianos. También la más cruenta. El estado había prohibido el culto cristiano. Sin embargo, desafiando el poder abrumador del Imperio, estos discípulos de Cristo se reúnen para celebrar la Eucaristía el día de la resurrección.

Sorprendidos por la autoridad, son llevados ante el juez. Al preguntarles porqué hacen lo prohibido, y no obedecen la ley establecida, uno de ellos responde por todos, con una frase memorable: “Sine dominico non possumus” (“sin el domingo, no podemos vivir”). Murieron mártires.

¿Podríamos nosotros – católicos sanfrancisqueños del siglo XXI – hacer semejante afirmación? ¿Podemos también decir que sin la Eucaristía dominical no podemos vivir? Y no como una frase bonita, de ocasión, sino como expresión de una convicción arraigada en la única tierra en la que puede echar raíces la fe: nuestra conciencia y libertad personales.

¿Qué es lo que hace tan imprescindible a la Eucaristía para un cristiano? ¿Por qué ella debería tener prioridad a la hora de organizar los tiempos del domingo?

*    *    *

La Eucaristía es hogar de vocaciones. Es llama y llamada.

Ante todo, para la Iglesia misma.

Uno de los nombres más bellos de la Eucaristía es “Synaxis”, que podríamos traducir por unión, reunión.

Venimos a la Eucaristía porque somos llamados y reunidos por una palabra que nos llega desde fuera, cuyo sonido y sentido solo es captado por un oído atento, capaz de traspasar el muro impenetrable de nuestros ruidos y del desborde de las emociones primarias que parece ser el sello distintivo de la cultura ambiente.

Hermanos: ¡es Jesús, el Señor, el que nos arranca de la soledad que aburre y empasta nuestro corazón! ¡Es Él el que nos espera y nos convoca!

Jesús resucitado abre, en cada Eucaristía, la comunión de la Santa Trinidad para que tomemos parte en ella. Esa es la “synaxis” – reunión, comunión y encuentro – que se expresa en la noble sencillez de los signos litúrgicos.

Como Elías que solo termina de percibir el paso de Dios en la tenue brisa que se sucede al huracán, el terremoto y el fuego (cf. 1Re 19, 1-18). El paso del Dios conmueve todo, hasta la raíz. Pero, para oír su voz hay que tener una actitud especial como la mirada admirada de los niños que se abren a la vida.

Los Padres de la Iglesia hablaban de la “sobria embriaguez del Espíritu”. Es “embriaguez” porque convoca nuestra persona a través de nuestro cuerpo con sus sentidos y emociones (ver, tocar, oír, sentir, cantar). Pero es “sobria” porque si los sentidos son exaltados hasta el desborde, más que abrirnos al misterio, nos bloquean para entrar en comunión con él.

Arduo y desafiante camino de madurez espiritual, a que estamos llamados todos los bautizados, no solo una élite de privilegiados. ¡Pero cuánto fruto se podrá cosechar de esta verdadera madurez en Cristo!

Esa es una de las metas más ambiciosas de la pastoral litúrgica de la Iglesia que, como enseñó el Concilio, apunta a aquella participación plena, consciente y activa que nos sumerge en el misterio pascual que celebramos (cf. SC 14.19).

Solo si nos abandonamos así a la acción del Espíritu, podremos celebrar con fruto la Eucaristía. Solo entonces, la reunión eucarística nos confiará su tesoro más precioso: el Resucitado y su Pascua, que se nos ofrece como fuego que quema sin destruir, llama y llamada de amor que toca realmente los corazones.

Saboreemos estas palabras del Señor, que es justo que no captemos de buenas a primeras, sino que necesitemos tiempo, oración y mucho amor para conectar con lo que ellas transmiten: “Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 57).

La comunidad eclesial nunca es tan Iglesia como cuando está reunida en torno al altar. Allí, ella comprende que todo lo que tiene es don de Cristo. Es gracia recibida, que solo puede ser acogida en la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la misión gozosa que comparte el don recibido.

De manera especial, la Eucaristía llama a la Iglesia a ser servidora de los pobres, los olvidados y excluidos. A ser Iglesia pobre y para los pobres.

El Santo Padre nos ha convocado a la primera Jornada mundial de los pobres (el próximo domingo 19 de noviembre), regalándonos un vigoroso e interpelante mensaje, que espero podamos meditar y llevar a la práctica.

Si Cristo y su Evangelio ya no me dicen nada verdaderamente significativo, o son solo una simpática referencia social o tradicional, es lógico que la Eucaristía me parezca un rito del que puedo prescindir sin mayores consecuencias.

La pregunta incisiva y clave de la pastoral no es, por tanto, porqué la gente ha dejado de ir a Misa, sino esta otra, más provocativa: Cristo ¿es conocido, amado y servido como Señor y Salvador? ¿Qué lugar real tiene Él en mi vida? ¿He hecho la experiencia de su Presencia que todo lo renueva y transforma? ¿Escucho su llamada en los rostros de mis hermanos más vulnerables?

*    *    *

La Eucaristía es hogar de vocaciones. Es llama y llamada.

Lo es para la Iglesia, y para cada uno de nosotros, bautizados y sellados por el Espíritu.

Ha sido experiencia de muchos de nosotros haber escuchado la llamada del Señor en el marco de la liturgia eucarística, o de haber recibido allí la confirmación de esa llama que crecía en nosotros y que llamamos “vocación”.

O que, al reunirnos con los hermanos para compartir el Pan, el Señor nos haya puesto en crisis, sacudiendo nuestro cómodo aburguesamiento, y llevándonos al borde del abismo, para que nos entreguemos a Él con la audaz confianza de los niños o de los místicos.

El lema de este año pastoral 2017 en nuestra diócesis es: “Soy Vocación. Soy Misión”.

En la Eucaristía de cada fin de semana tenemos la posibilidad de hacer esa experiencia. Solo se requiere la búsqueda ardiente del rostro de Cristo y el deseo de unirme a Él – “comer su carne y beber su sangre”, en el lenguaje provocativo de San Juan evangelista – para tener su vida.

Que podamos ser fieles y corresponder al Espíritu que alienta en nosotros ese deseo.

Que así sea.