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“La Voz de San Justo”, domingo 11 de mayo de 2017, Solemnidad de la Santísima Trinidad.

Sabe de alegrías profundas, pero también de dolor. Goza con los pobres que se descubren amados por Dios. Se conmueve con la mujer viuda que lleva a enterrar a su hijo único. Y llora ante la tumba del amigo muerto, al que llamará nuevamente a la vida.

Así es Jesús. Esa es su hondura, que tanto atrae y fascina. Así es el Dios real al que Él llama: “Abba” (mi Papá) y que Él ha traído al mundo, especialmente como esperanza para los pobres y pecadores. Y enseña a invocarlo así, como queriendo – diríamos hoy – socializar esa experiencia suya, única e intransferible, que no puede dejar de compartir. ¿No es precisamente “Emanuel”, Dios con nosotros? Ese es su Evangelio: la buena noticia que no puede callar, y que llegará a ser especialmente elocuente cuando entregue su vida en la cruz.

En realidad, Jesús abreva en la experiencia de fe de su pueblo, tal como la relatan las Escrituras de Israel. Cuando la Biblia tiene que nombrar a Dios, muchas veces lo hace, recurriendo a sus amigos: el Dios de Israel es también el Dios de Abrahám, de Moisés, de David y de tantos otros, hombres y mujeres de los que se ha hecho compañero de camino.

Dios manifiesta una infinita capacidad de amistad. Los salmos cantan su inquebrantable fidelidad y su voluntad de alianza con los hombres. Ya lo decíamos el domingo pasado, recordando la pregunta reveladora con que Dios busca a su amigo, a la hora de la brisa de la tarde, en el Paraíso: “Adán, ¿dónde estás?”. Esa pregunta late en el corazón de Dios, y se deja sentir ante cada hombre y mujer que pisa esta historia. Mucho más, si ese hombre y esa mujer experimentan en su vida la acometida del sufrimiento, la desilusión o la desesperanza.

Cada uno de los protagonistas de las historias bíblicas ha experimentado esa búsqueda del Dios vivo. Han sentido también otras dos frases que resumen toda la experiencia de fe del antiguo y del nuevo testamento: “No tengas miedo…Yo estoy contigo”.

Esta última frase es el centro mismo del salmo 23, tal vez el más rezado de todo el Salterio: “Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo, tu vara y tu bastón me infunden confianza” (Salmo 23, 4).

Cuando la fe cristiana confiesa que Dios es uno solo en tres Personas – Padre, Hijo y Espíritu Santo – está traduciendo en esa fórmula, tan breve como sustanciosa y sagrada, esa experiencia incomparable, tal como ha llegado a su punto culminante en la persona de Jesús, el Hijo amado.

Es lo que relatan los evangelios y todos los escritos del Nuevo Testamento. Pablo, por ejemplo, lo dirá de manera insuperable: “Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abba!, es decir, ¡Padre!” (Gal 4,4-6).

Cuando un discípulo de Jesús tiene que ponerle nombre a su fe no puede sino contar una experiencia – la suya y la de sus hermanos –: la de haber sido alcanzado en la vida por el Dios vivo que, en Jesús se ha mostrado como Padre y que lo colma con la fuerza de su Espíritu.

“Ves la Trinidad si ves el amor”, escribía San Agustín. Un Dios que es uno, aunque no con la unidad que mortifica la vida, sino con la comunión de tres personas que son en la misma medida en que se entregan las unas a las otras. Dios es amor, había escrito San Juan.

Hemos llegado a saber de dónde saca Dios esa increíble capacidad de relación. No de la carencia o la necesidad autorreferencial, sino de la plenitud de vida – su vida trinitaria –  que se desea compartir.