Creo en Dios

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«La Voz de San Justo», domingo 4 de junio de 2017

Todavía recuerdo la primera de las noventa y nueve preguntas del Catecismo con que me preparé para la primera comunión: “¿Quién es Dios nuestro Señor? Dios nuestro Señor es el ser infinitamente perfecto creador del cielo y de la tierra”.

El sentido de esta formulación lo comprendí años después. Sin embargo, la fe sabrosa en Dios ya estaba allí, en el corazón de un niño que había aprendido a orar, de la mano de sus padres y que, en la comunidad cristiana, había encontrado una familia grande que lo acompañaba en la aventura de la fe.

Me gusta volver sobre esta experiencia personal. La catequesis y después la teología le han puesto palabras, imágenes y conceptos a una experiencia que – así lo espero y pido – sigue creciendo con la oración y la vida de cada día. Creer en Dios es un modo de estar parado en la vida, de ver las cosas y, sobre todo, de empeñar la propia libertad en una relación personal con Dios.

Cuando digo: “creo en Dios”, ¿en qué Dios estoy pensando? Un gran teólogo del siglo XX decía que más que el catecismo impreso, es el catecismo del corazón el que define la existencia. ¿Qué Dios está allí, determinando, desde dentro, mi propia vida? ¿Qué imagen de Dios me acompaña en el camino, cuando oro, cuando miro mi vida y la de mis hermanos? Vuelvo, una y otra vez, sobre esta pregunta, sobre todo leyendo la Escritura y tratando de iluminar con ella mi vida.

Pensando qué escribir este domingo, dos pasajes del evangelio me vienen a la memoria. En ambos, el protagonista es Jesús. Los cristianos creemos en el Dios que se ha manifestado en la humanidad de Jesús, su Hijo. Hay que rastrear en esta humanidad enorme y fascinante, llena del Espíritu Santo, las huellas del Dios vivo.

El primero es del evangelio según San Lucas: “…Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo…” (Lc 10,21-24). El otro, en el otro extremo de los sentimientos humanos, pertenece a San Juan: Jesús al ver llorar a María por la muerte de su hermano Lázaro, él mismo se conmueve. Anota entonces el evangelista: “Y Jesús lloró…” (Jn 11,35).

Gozo y dolor. Risa y llanto. Ese es el Dios en el que creo: el que vibró de gozo al ver que los pobres lo reconocían como Padre, y el que se conmovió hasta las lágrimas por la muerte del amigo. Un Dios que tiene entrañas y pasión. Que sabe reír, tanto como llorar. Ya el salmista lo había expresado con lirismo místico: “Él… te corona de amor y de ternura… y tu juventud se renueva como el águila” (Salmo 103,4.5).

La perfección de Dios es la perfección del amor, de la compasión y la ternura. Un Dios que – tal como se ha mostrado en Jesucristo – ama y que llora sin complejos la suerte de sus amigos. Solo este Dios que se expone así, humilde y leal, es digno de fe. Solo Él merece que, con audacia, le confiemos nuestra vida.

La Iglesia católica siempre ha señalado que el hombre, con su razón, es capaz de reconocer el rastro de Dios en el mundo. El hombre puede conocer que Dios es la razón última de todo. El ser humano tiene sed de infinito y de absoluto. Todas las religiones, en mayor o menor medida, expresar esta búsqueda nunca satisfecha del todo. El hombre es sed de Dios.

Es cierto: el mundo también es opaco y la historia humana está marcada por el dolor, la injusticia y la contradicción. No le resulta fácil a la inteligencia humana, siempre débil y falible, reconocer esta presencia misteriosa. Por eso, el creyente mira con respeto al que no puede afirmar la existencia de Dios. Sabe incluso que, en algún rincón de su corazón, también anida la increencia.

Dios es misterio: plenitud que desborda todo concepto. Por eso, buena parte de la tradición cristiana ha afirmado que, en definitiva, la actitud más religiosa es el silencio ante su misterio. Pero también nos dice que es Dios mismo el que ha roto su silencio para buscar al hombre. “¿Dónde estás?”, pregunta Dios al hombre a la hora de la brisa de la tarde (cf. Gn 3,9).

El amén de la fe es respuesta a esa pregunta, que nos precede y acompaña toda nuestra existencia.