Creo

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“La Voz de San Justo”, domingo 21 de mayo de 2017

Entramos ahora al contenido del Credo. Y lo hacemos enfocando la palabra clave: “creo” (en latín: “credo”).

Se repite tres veces, marcando así el ritmo trinitario de la profesión de fe cristiana: “Creo en Dios, Padre todopoderoso…Creo en Jesucristo, su único Hijo…Creo en el Espíritu Santo”.

Podríamos añadir que, al concluir, aparece una cuarta vez, aunque ahora con otra forma: “Amén”. Volveremos en su momento sobre esta palabra inmensa.

¿Qué queremos decir con la palabra “creo”? Preguntémonos no solo por el significado, sino por la experiencia humana que expresan y comunican estas pocas letras que, no lo olvidemos, conjugan un verbo en primero persona: “soy yo, alguien único e irreemplazable, el que está diciendo ‘creo’, poniendo en esa palabra toda mi vida”. De eso trata la fe: al decir “creo” me estoy definiendo a mí mismo. Estoy expresando cómo estoy parado en la vida.

Inspirándose en la enseñanza del gran San Agustín, la tradición teológica cristiana ha expresado en una fórmula breve este contenido vital de la fe. Lo decimos en latín y después lo explicamos: “Credere Deum. Credere Deo. Credere in Deum”.

“Credere Deum”: creer que Dios existe, que es real y que realmente está presente en mi vida.

“Credere Deo”: creerle a Dios que me habla y no me puede engañar; un Dios en cuya palabra podemos confiar, porque Él es fiable.

Finalmente, “credere in Deum”: creer en Él poniéndome en camino, con todo lo que soy y tengo, precisamente en dirección hacia Él; es decir, entregándome a Él por entero.

Hay muchas situaciones de la vida en las que vivimos esta forma de confianza. Son, tal vez, las más hondas experiencias humanas: “creo en lo que me decís, porque te creo a vos, me fío de vos”. Solo que ninguna realidad humana (persona, idea o situación) puede reclamar esa entrega total de la vida como solo lo puede hacer Dios.

En realidad, cuando digo “creo en Dios”, estoy expresando una respuesta. Lo primero en la experiencia cristiana es que Dios me ha hablado. También para esto tenemos una hermosa palabra: “revelación”. Dios corre el velo que cubre su misterio y se da a conocer al hombre. Dios se expone a mi libertad y, por eso, corre el riesgo de no ser oído o, incluso, rechazado. Como en la amistad, u otras experiencias similares.

Para la tradición cristiana, las Sagradas Escrituras narran la historia de un pueblo cuya experiencia determinante ha sido precisamente esa: hemos escuchado la voz de Dios, porque Él ha entrado en nuestra vida. Para los cristianos, esta intervención definitiva de Dios es Jesús de Nazaret, su persona, su palabra y gestos, su pasión, muerte y resurrección.

Reconocerlo como Hijo de Dios, Mesías y Salvador – creer en Él – es don de Dios que se adelanta, toca nuestro corazón y, con la iluminación interior del Espíritu Santo, nos permite decir: “Sí, creo en Jesús”.

La fe es don gratuito de Dios, pero también respuesta consciente y libre del ser humano. Es más: al decir “creo en Dios” alcanzo mi más plena realización como persona.

La fe pone al hombre en camino. Es un continuo desafío de buscar, de interrogarse por Dios y su presencia en la vida. La fe genuina no produce hombres y mujeres pasivos, conformistas ni temerosos.

Por el contrario, nos hace inquietos para vivir a fondo la vida y, así, dejarnos alcanzar por todas las voces de Dios que siguen llegando, por ejemplo, desde el sufrimiento humano.

Creer en Dios es caminar.