Homilía en la Eucaristía de la Fiesta patronal diocesana
Oración y penitencia.
Así podemos resumir el mensaje que viene resonando desde hace cien años en Fátima.
Estas palabras las oyeron los tres niños – Francisco, Jacinta y Lucía – en la Cova de Iría.
Una vez más se cumplió el Evangelio: “Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Lc 18,16-17).
Fueron sorprendidos por María, quien les abrió su inmaculado corazón de madre, haciéndoles experimentar su presencia maternal de una forma extraordinaria.
Lo vivieron intensamente ellos, pero era una gracia destinada a toda la humanidad. También para nosotros.
Como ha dicho el Santo Padre, esta mañana, en la Misa de canonización de Francisco y Jacinta: “Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen Madre para pedirle, como enseña la Salve Regina, «muéstranos a Jesús»”.
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Oración y penitencia.
Volvamos sobre estas palabras que constituyen el centro del mensaje de Fátima.
¿De dónde las tomó María?
No lo dudemos: del Evangelio.
En Fátima, María no pronunció otro mensaje que el Evangelio de Cristo. María no tiene otra palabra que decir al mundo que el Evangelio.
De los labios de su Hijo, ella, su más fiel y perfecta discípula, tomó estas dos palabras sagradas.
Siempre Jesús. Desde las bodas de Caná y aquel “Hagan todo lo que Él les diga”, María no tiene otra referencia que Jesús, el único Salvador del hombre.
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Oración.
Jacinta, Francisco y Lucía eran tres niños que estaban aprendiendo a orar.
Y lo hacían como niños: entremezclando sus sencillas, pero profundas plegarias con su vida familiar, sus juegos y su trabajo de pastores.
La Providencia encontró así un terreno fértil en ellos.
No podemos dejar de señalar en esto el rol fundamental que tuvieron sus familias, tan pobres como profundamente cristianas.
En la primavera de 1916, preparando el inminente encuentro con María, los tres chicos fueron sorprendidos por el “Ángel de la Paz” que, orando con ellos, les transmitió dos preciosas oraciones:
Dios mío, yo creo, te adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman.
Santísima Trinidad, Padre, Hijo, Espíritu Santo: te ofrezco el preciosísimo cuerpo, sangre, alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que es ofendido. Y por los méritos infinitos de tu Santísimo Corazón y del inmaculado corazón de María, te pido la conversión de los pobres pecadores.
Lucía dirá que, sobre todo la primera oración la repetían una y otra vez, hasta el cansancio.
Lo cierto es que, orando así, el corazón de estos tres niños se fue disponiendo para el encuentro con Nuestra Señora.
Una oración que pone en el centro la adoración del Dios amor, las virtudes teologales que definen la identidad cristiana y la intercesión por los “pobres pecadores”, es decir, una oración profundamente fraterna y solidaria.
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Penitencia. Arrepentimiento. Conversión.
Es una de las claves fundamentales del mensaje de Jesús: “El tiempo se ha cumplido; el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1,15).
La penitencia a la que invita el Evangelio es, sobre todo, la conversión del corazón, la penitencia interior, más que las obras exteriores.
Como enseña el Catecismo: “La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia” (Catecismo 1431).
María acompañó a los tres pastorcitos de Fátima a abrir sus corazones al inmenso dolor del mundo; a experimentar, de una forma que a nosotros nos deja sin palabras, lo que puede llegar a significar una vida sin Dios, en la ausencia de su luz y de su bondad. Que se sintieran hermanos de todos los pecadores. Que no les resultara indiferente el dolor ni la suerte del mundo.
Les ayudó a convertir sus corazones para que adquirieran las dimensiones de su propio corazón inmaculado de Madre. Es más, haciendo así, les ensanchó el corazón para que cupiera en ellos el mismo amor que Dios siente por el mundo que lo olvida y lo margina. Los abrió a experimentar la misericordia de Dios.
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Permítanme resaltar unas palabras de la homilía del Papa Francisco en la Misa de esta mañana en Fátima. Escúchenlas con atención, por favor:
En efecto, él nos ha creado como una esperanza para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de 1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz, él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y llevarnos a la luz.
Oración y penitencia son el mensaje de Fátima, porque son el mensaje del Evangelio.
Pero una oración y una penitencia que hacen de los orantes y penitentes, hombres y mujeres que no viven para sí, encerrados en su propia comodidad y bienestar, sino que se convierten en esperanza para otros.
Cualquiera sea nuestra vocación y misión, estamos llamados a ser, para nuestros hermanos, para nuestra patria y para toda la humanidad, testigos de la esperanza que no defrauda.
Oramos porque el Señor mismo oró, nos enseña a orar y nos da su Espíritu para que abra nuestros corazones a la fe, la adoración y la intercesión.
Hacemos penitencia, porque el Espíritu toca nuestros corazones, los quebranta con la conversión y nos dispone para la reconciliación.
Oración y penitencia, antes que obras nuestras son obra suya: gracia de Dios que se adelanta, nos cura y nos eleva con su mano providente.
Podemos orar, porque Dios nos mira con amor.
Podemos arrepentirnos, porque Dios nos alcanza con su amor que nos perdona y nos reconcilia
Por eso, en esta Eucaristía diocesana, para nosotros y para toda nuestra Iglesia de San Francisco, por la intercesión de santa Jacinta y san Francisco Marto, pidamos al Señor el don de la oración y de la penitencia.
Así sea.
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