«La Voz de San Justo», domingo 23 de abril de 2017
Las imágenes de la muerte de Emanuel Balbo en el Kempes son de terror. Lo que más me impactó fue ver gente riéndose. Sí: mientras transcurría la tragedia, algunos reían.
Emanuel murió salvajemente, mientras los cristianos celebrábamos la Pascua. Y su muerte se suma a una lista de horror que parece no terminar.
Me ha venido a la memoria, un relato de los sobrevivientes de los campos de concentración que describe crudamente el ahorcamiento de un niño de 14 años ante la mirada de sus compañeros de barraca. El anónimo comentarista anota sin miramientos: mientras Dios callaba, los verdugos reían.
¿Es así? ¿Dios calla mientras los verdugos ríen?
Quedan muchas preguntas así en el corazón, sobre todo de los que intentamos vivir como discípulos de Jesús, en esta Argentina enferma de violencia.
Desde aquí les propongo mirar la resurrección.
La resurrección de Cristo no puede ser reducida a un milagro: algo extraordinario que deja pasmados a quienes creen en ella. Es mucho más.
¿Qué significa?
Para los cristianos, la resurrección es la intervención más fuerte de Dios en la historia humana. Resucitó a Jesús, su Hijo, «por nosotros», para que seamos libres y vivamos con la misma plenitud de vida de Jesús.
Por eso, al resucitar a Jesús, Dios ha confirmado el modo como Jesús encaró la vida. Que su persona, sus gestos, actitudes y palabras han revelado cómo Dios ve las cosas y, sobre todo, lo que sueña para la humanidad.
Jesús hizo de la cercanía y el cuidado del más débil y vulnerable la expresión más alta de los mismos sentimientos de Dios.
Al resucitar a Jesús, el Padre ha pronunciado su sí más claro y fuerte a cada hombre y mujer de este mundo, superando incluso su mismo acto creador. Es una ratificación que cada vida es digna, valiosa y merecedora de un respeto infinito.
Para la fe cristiana, antes que el Papa o los obispos, el más genuino representante de Dios en la tierra es cada ser humano, creado a imagen y semejanza de su Hijo Jesucristo.
Resucitando a Jesús, Dios se ha definido definitivamente para el hombre. Y ha dejado bien clara su intención de fondo para con nosotros: acoger, cuidar, sanar y salvar la vida. Toda vida, especialmente la más vulnerable y herida. Eso se compendia en la palabra más hermosa del diccionario cristiano: resurrección.
Haciendo así, nos obliga también a nosotros, que creemos en Cristo resucitado, a definirnos de la misma manera.
La violencia que terminó con la vida de Emanuel – como arruina la vida de tantos – solo es posible porque otros ven, aprueban y ríen. Como esos chicos – y a veces no tan chicos – que suben a las redes las peleas entre compañeros.
Es ahí donde tenemos que salvar la vida: abriendo los ojos para que vean, los oídos para que escuchen y los labios para que hablen. Que veamos la humanidad herida. Que escuchemos los gritos de auxilio de un hermano. Y que digamos en voz alta que somos seres humanos, no cosas.
No. La risa de los verdugos no tiene la última palabra.
Mientras los inocentes mueren, Dios no calla. Llora, sufre y muere con ellos. Y resucita desde la muerte. Y, haciendo esto, abre los ojos para que veamos las cosas como Él las ve, y obremos como Él obra.
Eso es vivir la resurrección.
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