Una llamada en un pañuelo

WEB_20170423_2e DIMANCHE DE PAQUES_A

Homilía en la Eucaristía de la Asamblea de la Pastoral Juvenil de la Diócesis de San Francisco – domingo 23 de abril de 2017

Queridos chicos:

Permítanme comenzar con un recuerdo personal: habré tenido unos catorce años, cuando el sacerdote encargado de mi parroquia nos pidió a un grupo de jóvenes que nos preparáramos para el lavatorio de los pies el Jueves Santo.

El padre se llamaba Tarsicio Rubin. Era un misionero italiano, verdaderamente santo. Tiene iniciada la causa de beatificación. Es el que nos enseñó a rezar con los salmos, como les he contado en los retiros que hemos compartido.

El padre Tarsicio tuvo la idea de hacer preparar doce pañuelos con los nombres de los apóstoles. Los repartió entre los que participamos en el lavatorio de los pies. A mí me tocó el que llevaba el nombre de Tomás, protagonista del evangelio de hoy. Lo guardé mucho tiempo, incluso estando en el seminario. En algún momento se me extravió y no lo volví a encontrar.

Releyendo el evangelio para esta Misa con ustedes, este recuerdo me vino inmediatamente a la memoria.

Siempre he tenido como un vago presentimiento: algo de mi propio camino como discípulo de Jesús tiene que ver con este hecho, al que veo realmente como un signo del paso de Dios por mi vida. Y con Santo Tomás.

Sin embargo, nunca lo he profundizado. Tal vez, por una cierta desilusión que también recuerdo: en definitiva, Tomás era el apóstol que dudó. ¿No hubiera sido mejor que me tocara – no sé – San Juan, por ejemplo?

De todos modos, es un hecho que está ahí, en la memoria de mi biografía espiritual, como una semilla un poco dormida que espera liberar todo su potencial de verdad para dar fruto iluminando la vida.

Desde aquí – y con esta inquietud – me acerco al evangelio de este domingo.

*     *     *

Hemos escuchado juntos esta página evangélica. Nos habla a todos. Le habla a la Iglesia joven de San Francisco que está buscando al Resucitado.

También nosotros, como Tomás, estamos siempre en viaje de la incredulidad a la fe, de la soledad a la comunión, de la búsqueda al encuentro.

Hay algo en la figura de Tomás que lo hace especialmente cercano a nosotros. Al menos, es lo que me atrae a mí. O lo que empiezo a extraer de aquella vivencia de mis catorce años, hoy, que tengo cincuenta y tres, y he caminado un poco en la vida de la fe.

Lo formulo en estos términos: incluso en sus dudas, en sus errores y, en definitiva, en su propia imperfección humana, Tomás tiene intuiciones y anhelos muy genuinos y verdaderos.

Así somos nosotros, normalmente: hombres y mujeres que no tenemos la vida totalmente resuelta, sino que buscamos, ensayamos, arriesgamos y, haciendo así, en ocasiones, nos amargamos por nuestros fracasos.

Pero entremezclándose con todas eso, también experimentamos la presencia en nosotros de un deseo muy intenso de verdad y de justicia, de bondad y belleza genuinas.

El evangelio según San Juan ya nos ha presentado a Tomás haciéndole una pregunta incómoda a Jesús, que ha revelado la inmadurez de su seguimiento: “Señor, si no sabemos adónde vas ¿Cómo vamos a conocer el camino?” (Jn 14,5). A lo que Jesús responde con la célebre afirmación. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).

Tomás es discípulo de Jesús. Seguramente lo ama con profundidad. Pero está un poco desorientado. No termina de comprender bien quién es realmente Jesús, qué le está proponiendo y hacia dónde lo está conduciendo.

Lo bueno es que se anima a preguntarle con una franqueza demoledora, manifestándole así todas sus dudas.

Y eso, mis queridos chicos, es precisamente la oración que nace de la fe: un ponernos con esa sinceridad brutal ante Jesús y abrirle la vida, el corazón, los sentimientos, deseos y vivencias más hondas, y también más contradictorias.

Y decirle: “Señor, realmente no sé bien qué quiero; no entiendo qué me pasa y por dónde tengo que ir…Sólo sé – o intuyo – que Vos podés tomarme de la mano y acompañarme en este camino de la vida”.

La oración es escuela de vida. Si aprendemos a hablarle así a Jesús, ensayamos un estilo de comunicación más transparente y humano.

¿No les pasa a ustedes, en muchas ocasiones, que no saben comunicar bien lo que les pasa, las emociones que tienen dentro? ¿O, tal vez, que les da un poquito de miedo hacerlo: miedo al qué dirán, a que nos malinterpreten o a que no terminen de comprendernos bien?

Tenemos que aprender a comunicar lo que nos pasa, mirándonos a los ojos, generando confianza y clima de apertura, encontrando las palabras y los gestos justos para decir lo que tenemos y, así, ir captando la verdad de nuestra vida.

En la escena de hoy pasa algo similar: cuando sus compañeros le cuentan la extraordinaria experiencia que han tenido de ser alcanzados por el Resucitado, Tomás, por un lado, no termina de creerles y, de esta manera, se muestra incrédulo y bastante endurecido interiormente; pero, por otra parte, al decir que él aspira al menos a ver las cicatrices de la cruz, está dejando ver qué esas son las marcas del amor hasta el extremo, incondicional y redentor, que es el anhelo más profundo que lleva dentro.

Intuye que a Jesús solo se lo termina de conocer realmente cuando se contempla el amor que lo ha llevado a entregar la vida. Ese es el único Jesús que vale la pena que nos alcance en el camino de la vida.

Ese será el Señor que, finalmente, lo vencerá arrancando de sus labios la confesión de fe más hermosa de todo el Nuevo Testamento: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20,28).

Tomás no tiene miedo de equivocarse para aprender. Y va a aprender, de la mano de Jesús resucitado – el mejor maestro – aunque tenga que pasar un momento de apuro por el reproche cariñoso que el Señor le dirige porque lo ama de veras.

Es más, tomando pie de ese camino que ha llevado a Tomás de la incredulidad a la fe, el reproche de Jesús dará paso a su última bienaventuranza: “¡Felices los que creen sin ver!” (Jn 20,29).

*     *     *

Como Iglesia joven hoy nos hemos reunido para buscar al Resucitado, para expresarle nuestras inquietudes y dudas, para exponerle nuestros sentimientos.

Traemos en el corazón a todos los jóvenes de nuestra diócesis. No solo a los que participan de nuestras actividades. De manera especial, ponemos ante la mirada de Jesús a todos los chicos y chicas que sienten sus vidas jóvenes amenazadas.

Tengamos la certeza de que Él nos mira con cariño. Y no solo eso. Nos invita a buscarlo y reconocerlo – como hizo Tomás – en los signos de su amor.

Nos invita a vivir a fondo la bienaventuranza de los que creen sin ver, y a acompañar a otros a tener la misma aventura de la fe.

Porque la fe hace posible un ver más profundo: nos permite reconocer, en nuestra vida, con toda su fragilidad, los signos ciertos de su amor. Es la confianza que nace de la fe en Él, la que nos abre los ojos para este descubrimiento.

Creo que en ese pañuelo con el nombre de Tomás, Jesús me tenía preparada una palabra que, hoy, tantos años después, sigue iluminando mi vida, porque me sigue hablando de la gracia de la vocación y la misión que me ha confiado.

¡Ojalá, queridos chicos, puedan ustedes tener una experiencia similar!

Vale realmente la pena.

Así sea.