Jesús inicia su ministerio público en la Sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,1-13).
Viene de la intensa experiencia del bautismo en el Jordán, cuando había sido colmado por el Espíritu Santo.
El mismo Espíritu lo empujó al desierto, como un día lo había hecho con el pueblo de Israel. Gracias a las pruebas del camino, el pueblo había aprendido a saborear lo que significa vivir en libertad; aquella libertad que es, a la vez, don de Dios y respuesta personalísima del hombre.
Allí, en el Jordán y en el desierto, lo sorprendió una experiencia única: emergió con inusitada fuerza una vivencia que lo había acompañado desde siempre: la comunión inmediata con el Dios vivo de Israel, a quien él se había atrevido a invocar osadamente llamándolo “Abba” (Padre querido), poniendo en palabras el misterio siempre insondable de la conciencia de su identidad personal.
Se siente Hijo y aprenderá a comprenderse a sí mismo como tal. Y lo hará patente con toda su persona. Así lo dicen sus palabras, especialmente las parábolas con las que ganará los corazones. Lo hará presente, sobre todo, con sus gestos de entrañable compasión, que tampoco dejarán indiferente a nadie. Parábolas y gestos obligarán a muchos a revisar a fondo su propia experiencia de Dios.
Ha crecido rezando los Salmos y escuchado las Escrituras de Israel. Al rumiar con su pueblo, cada sábado, los textos sagrados, ha aprendido a escuchar y a responder, con los labios y con el corazón, a esa Voz que lo habita desde siempre, y que no puede dejar de oír. Ha aprendido a orar, arraigando en su corazón una actitud de vida que ya nunca lo dejará.
Amará hacerlo en lo secreto de su casa, en la liturgia de la sinagoga o subiendo al templo de Jerusalén; se hará contemplación de la Providencia, al mirar los lirios del campo o las aves del cielo; o será búsqueda serena e inquieta en la montaña, muy de madrugada o incluso pasando toda la noche en oración con Dios. Este camino de oración alcanzará su punto culminante en Getsemaní y en el Gólgota. Entrará en la pasión orando. Así entregará la vida y esperará la resurrección.
Comprenderá también lo que ha podido ver, creciendo al lado de sus padres: en los verdaderos creyentes (los “pobres de Yahvé”), oración y vida se buscan y entretejen, formando una trama luminosa y humilde, indisoluble y sólida. En el espejo de esas vidas sencillas pero hondas, él mismo podrá hacer crecer su conciencia filial de Hijo único, Verbo e Imagen del Padre.
También como nosotros, Jesús comprenderá que no tiene una vocación, sino que es Vocación. Que no tiene una misión, sino que es Misión. Y lo hará mirando a María y a José.
Viéndolos a ellos, que viven como oran y oran como viven, quizás, comenzó él mismo a soñar el itinerario de su propia vida: “Bienaventurados los pobres, los que escuchan la Palabra y la practican, los mansos y compasivos, los pacíficos y los que luchan por la justicia…”.
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Uno con su pueblo que desciende al Jordán convocado por la voz profética de Juan el Precursor, Jesús se descubre especialmente solidario con los pobres, los pecadores, los que buscan el reinado de Dios y su justicia. El Hijo se descubre hermano. Aprende primero el amor fraterno para vivir después la caridad del Buen Pastor.
El mismo Espíritu que lo mantiene en comunión inmediata con el Padre, desde esa fuente de vida, lo empuja a entrar de lleno en la vida de sus hermanos más frágiles, heridos y cansados. No puede dejar de conmoverse ante el sufrimiento de sus hermanos que lloran. No puede pasar al costado de ellos.
Con un detalle que hay que destacar: Jesús no les tiende la mano para ganarse adeptos. No es un puntero que cosifica a las personas o usa su drama para beneficio propio o de otros. Es un hombre libre que quiere hermanos igualmente libres.
Buscará a Zaqueo, a Leví y a sus amigos, tenderá la mano a la adúltera y se dejará tocar por la pecadora pública; sorprenderá a la samaritana, ofreciéndole infinitamente más de lo que ella le puede dar; tocará con su vitalidad a leprosos, paralíticos, ciegos y sordomudos, transformando sus vidas; detendrá su marcha, conmovido por el dolor de una viuda que llora a su hijo único muerto. Llorará ante la tumba de su amigo Lázaro, a quien despertará del sueño de la muerte. Acompañar, curar y cuidar serán verbos que expresan su acción y definen su vocación-misión. Él es esa misión que cumple…
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Hoy lo vemos entrar en la Sinagoga de Nazaret y encontrar en una página del gran profeta Isaías, las palabras justas que expresan su vocación y misión:
El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido.
Él me envió a llevar la buena noticia a los pobres,
a vendar los corazones heridos,
a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros,
a proclamar un año de gracia del Señor,
un día de venganza para nuestro Dios;
a consolar a todos los que están de duelo.
(Is 61,1-2).
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En este “Año Vocacional”, nuestra Iglesia diocesana quiere dejarse guiar más dócilmente por el Espíritu, que trabaja en los corazones para actualizar la misma experiencia de Cristo, Hijo y hermano, en nosotros, que somos sus discípulos.
Hemos sido ungidos por Él en el bautismo y la confirmación. Algunos, en el sacramento del orden sagrado para visibilizar su servicio de amor. Al recibir la Santa Comunión, el Espíritu también nos vivifica, configurándonos con el Señor resucitado. Cada Eucaristía es Pascua. Es Pentecostés. Allí, el Señor nos conoce, pronuncia nuestro nombre y nos envía.
Pero, ¿qué significa ser dóciles al Espíritu? ¿Acaso tenemos que resignar nuestra libertad para que otro decida por nosotros?
Volvamos la mirada a Jesucristo, para contemplar en Él el misterio luminoso de su sorprendente y exquisita libertad humana.
Nadie ha escuchado con tanta atención la Voz del Padre como Él. Nadie le ha obedecido con tanta fidelidad, confianza y entrega como Él. Nadie, por eso mismo, ha alcanzado un grado tan elevado de libertad como Jesús, el Hijo amado.
Para nosotros, esa experiencia tiene un nombre: “discernimiento espiritual”.
Tendremos que volver sobre este tema. A punto de consagrar el crisma y los óleos, digamos solamente esto: si se trata del paso del Espíritu de Dios por lo concreto e irrepetible de una vida, discernir es ponernos deliberadamente en crisis, confrontando nuestra vida con el Evangelio, dejándonos también juzgar por él, a fin de sentir cómo y por dónde está pasando el Espíritu de Cristo en la vida de nuestra diócesis, de sus comunidades, de cada uno de nosotros.
También para nosotros, María y José nos ayudan a entrar en el discernimiento. Y Francisco y Clara. Pero, de manera especial, San José Gabriel Brochero que, de la mano de los Ejercicios, hizo del discernimiento espiritual un camino eficaz para que cada bautizado tuviera un encuentro personal y decisivo con el Señor.
A ellos nos encomendamos a las puertas de la celebración anual de la Pascua.
Amén.
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