Del Padre nuestro al Credo, pasando por la Pascua

«La Voz de San Justo», domingo 2 de abril de 2017

El pasado domingo concluímos nuestras meditaciones sobre el Padre nuestro. Seguiremos, Dios mediante, con el Credo, tratando de profundizar en los artículos de la fe cristiana. 

Ahora, un necesario paréntesis, pues estamos a las puertas de la celebración anual de la Pascua. Aquí se centrarán nuestras reflexiones de los próximos domingos.

Hay, sin embargo, un punto de conexión. Con el Padre nuestro, Jesús no solo nos ha ofrecido una fórmula de oración. Nos ha abierto el misterio de su persona de Hijo de Dios: Él vive en la inmediata comunión con el Padre; allí está su gozo, el secreto de su alegría y la fuente de su confianza. 

Nos ha enseñado a rezar como hijos y nos ha dado su mismo Espíritu, que viene en ayuda de nuestra fragilidad y abre nuestro corazón para que participemos de su misma vida filial.  

Ese es precisamente el fruto de la Pascua: el don del Espíritu que nos hace hijos del Padre, configurándonos con Cristo.

La Pascua de la pasión, muerte y resurrección del Señor es mucho más que un hecho heroico, protagonizado por Jesús, o un buen ejemplo para imitar. Es infinitamente mucho más: es el acto supremo de amor de Dios que ha arrancado al hombre del poder destructor del pecado y lo ha abierto a la vida verdadera, aquella que comienza en este tiempo pero que cruza el umbral mismo de la muerte. 

Este domingo, la Iglesia lee el relato de la resurrección de Lázaro. Es el último gran signo de Jesús antes de entrar en su pasión. Queda así patente el sentido profundo de la misión de Cristo: él ha venido a dar vida, a levantar al hombre de todas sus muertes; Él es la resurrección y la vida, como se lo manifestará a Marta, invitándola a la fe.

Rezando el Padre nuestro, animados por el Espíritu Santo, los cristianos entramos, una y otra vez, en la experiencia filial de Jesús y nos dejamos alcanzar por la potencia de su resurrección. Pasamos de la muerte a la vida, de la desesperanza a la confianza en el Padre. 

Pero, para rezar el Padre nuestro, hay una condición: ser en verdad discípulos de Jesús, iluminados por la luz de la fe que nos permite reconocer en nuestra vida las obras admirables que Dios ha realizado por nosotros. 

El compendio de esas obras es el Credo que recitamos cada domingo, desde el día de nuestro bautismo y confirmación, y que, cada noche de Pascua, reafirmamos con humilde solemnidad.

Solo quien ha sido iluminado, como el ciego del evangelio, por la luz de Cristo puede reconocer que su vida, ya desde ahora y no obstante toda su fragilidad y limitación, está radicalmente transfigurada por la pascua del Señor. 

El Credo le pone palabras a esa experiencia vital. Es lo que meditaremos durante el tiempo pascual.