Padre…líbranos del mal

el grito«La Voz de San Justo», domingo 26 de marzo de 2017

Es poco decir que se trata de una petición. Es, en verdad, un grito de auxilio, nacido de las entrañas y dirigido al único que puede realmente salvar. Concluye el Padre nuestro, pero, de alguna forma, nos devuelve al inicio: nos pone, con Jesús y como él, una y otra vez, en las manos del Padre.

En cierta manera, se trata de un desarrollo de la petición anterior: Padre, cuando llegue la hora, no nos dejes caer en la tentación. ¿Qué pedimos ahora? No sucumbir al mal más grande: rechazar el reinado de Dios, abandonar en el seguimiento de Jesús y cerrarnos a su Espíritu.

Esa es, precisamente, la obra del Maligno. En palabras de Jesús: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino” (Mt 13,19). Es así: el mayor triunfo del Tentador es arruinar la siembra de Dios en nosotros; engañarnos con falsas promesas para que cortemos el vínculo que nos da vida; es decir: cerrar nuestro espíritu a la acción vivificante del Espíritu del Hijo que nos hace hijos e hijas del Padre. Nos hace desconfiar de Dios, de sus promesas, de sus intenciones y de sus entrañas de Padre compasivo. Mata la confianza en Dios.

El mal está presente, en sus diversas manifestaciones, en la vida de las personas, de los pueblos. Amenaza desde dentro, tanto los corazones como las estructuras sociales, culturas, políticas y económicas. Tampoco la Iglesia escapa de su influencia : ¡Qué poder corrosivo tiene la degradación espiritual y moral de los hombres de Iglesia, especialmente de sus ministros!

Dios no nos ha prometido que seremos inmunes al sufrimiento, al fracaso, a la frustración, que no experimentaremos la atracción del mal o que sus reflujos no nos alcanzarán. No nos ha prometido una vida fácil ni alienta una filosofía burguesa despreocupada y minimalista. No sabemos, por ejemplo, de cuánta salud o enfermedad gozaremos en esta vida. Y, como esto, muchas otras cosas.

Lo que sí nos ha prometido es que no nos faltará el auxilio de su Espíritu para vivir como discípulos de Jesús todo lo que nos toque vivir. Y forma parte de sus promesas – y es lo que pedimos en esta última súplica – que su Espíritu vendrá en ayuda de nuestra fragilidad cuando experimentemos la acometida del Maligno que siempre busca arrebatarnos de las manos providentes del Padre.

Enviado por Cristo resucitado desde el Padre, el Espíritu será el Abogado que nos defenderá toda vez que seamos acusados por el Tentador y toda forma de tentación maliciosa aceche con sus trampas nuestro camino de discípulos.

Esta última petición es, por el contrario, un grito de confianza en el verdadero poder que realmente merece ese nombre: el amor compasivo de Dios. A él nos entregamos, como Jesús en Getsemaní y en la cruz. En él esperamos, como María el sábado santo, pues sabemos – o, al menos, lo intuimos en nuestro corazón – que el mal no puede tener la última palabra sobre nuestra vida y sobre la entera historia humana.

¿Qué le gritamos en esta súplica? El imperativo “¡líbranos!” se queda un poco corto para expresarlo. Necesitamos un verbo más fuerte y casi violento: Padre: ¡arráncanos y arrebátanos de los brazos poderosos del mal! ¡Sólo Tú tienes esa fuerza arrebatadora!

Y Dios ha escuchado esa súplica: nos ha enviado a su Hijo. A Él miramos, su Evangelio escuchamos y su Pascua contemplamos. Jesús es el punto de apoyo de nuestra oración, especialmente en el momento de la prueba.

Por eso, los cristianos pronunciamos esta súplica mirando la cruz de Cristo. Es cierto: no somos inmunes al dolor ni a la incertidumbre. Pero la confianza que la cruz siembra en nuestros corazones transforma desde dentro ese grito de auxilio en una súplica ardiente, por nosotros y por todos los hombres y mujeres del mundo.

Con Jesús, y como Él, miramos al Padre, levantamos nuestros brazos al cielo y le dirigimos nuestra plegaria confiada, desde lo hondo de nuestra humanidad.