¡Nunca más!

Mi reflexión para este 24 de marzo es, más bien, una pregunta, que va y vuelve, con diversas variaciones: ¿Cómo pudimos llegar a ese extremo de violencia? ¿Qué condiciones la hicieron posible? ¿Qué grado de legitimación ha tenido la violencia política en la sociedad argentina? ¿Hemos purificado nuestra memoria de tal forma que hayamos removido las oscuras razones del odio que justifican la eliminación violenta del otro? ¿Podemos garantizarles a las próximas generaciones de argentinos que hemos hecho todo lo posible para asegurarles una forma distinta de resolver los inevitables conflictos sociales que enfrentarán como ciudadanos?

Esta mañana silenciosa de feriado, me han venido a la memoria tres recuerdos personales que surgen de mi propia biografía como argentino. El primero: tenía doce años cuando fue el golpe; creo recordar ese día, pues estaba iniciando el último año de la primaria. Después, aquel domingo 30 de octubre cuando voté, por primera vez a mis diecinueve años. Ese recuerdo es más nítido: está unido a hondas emociones que no he vuelto a experimentar hasta ahora.

El último recuerdo es claro en el contenido, pero borroso en la datación: algún momento entre mis 21 y 23 años. Era seminarista y tomé de la biblioteca de mi párroco el “Nunca más” de la CONADEP. Lo leí en un día, de un solo tirón, sentado en el suelo. Imborrable la sensación de horror y – no tengo miedo de confesarlo – de una cierta incredulidad que solo ha sido dolorosamente vencida con el paso del tiempo. Eso no podía ser cierto. Sin embargo…

No intento responder ahora a las preguntas arriba formuladas. Al menos, no en este escrito. Me las formulo a mí mismo,tratando que las respuestas maduren y crezcan con raíces sólidas. Pues se trata de interrogantes humanos y éticos de los más graves que tenemos como sociedad. También como miembros de una Iglesia que ha sido, en toda su compleja diversidad, sujeto activo de esta historia dramática. Son cuestiones que tienen que ver con el pasado, pero, sobre todo, con el modo como hoy vivimos y el mañana de nuestra convivencia.

Solo apunto dos cosas. Cuando arriba me pregunto por el “extremo” de la violencia, me refiero a la malicia objetiva del terrorismo de estado que, contrariando su esencia y misión, se volvió contra los ciudadanos a los que tenía que proteger, haciendo lugar a las formas más infames de agresión contra la dignidad de la persona. Sin desconocer la valoración negativa de las otras formas de violencia que se entrelazaron en aquellos años oscuros (y de la que se extrañan sinceras autocríticas), este juicio sobre el terrorismo de estado no admite ya ninguna forma de minusvaloración.

Eso sí, creo que, cada vez más, este juicio ético se nutre de una comprensión más acabada de las circunstancias, los hechos, las ideas y las pasiones que hicieron posible la emergencia de esa forma de mal. Tendremos que seguir escuchando, investigando y pensando para comprender lo que nos pasó y conjurar peligros latentes de desbarrancar de esa forma.

Pero hay un límite para ello que es, más bien, una posibilidad abierta: escuchar el dolor de las víctimas y sus deudos. La sangre y las lágrimas trascienden las posiciones políticas. Pueden ser incluso un punto de encuentro genuinamente humano. Nos recuerdan que – ¡gracias a Dios! – no todo es política en la vida de las personas. (Pertenezco a una generación que creció con esa idea sofocante, también alimentada desde algunas formas de teología).

La política tiene razón de medio, no de fin. Es “servicio” insiste Francisco con el evangelio en la mano. El fin siempre son las personas. Por eso, un punto decisivo, de orden claramente espiritual, es que logremos ser capaces de reconocernos como semejantes. Solo así será realista seguir diciendo: “¡Nunca más!”.