Homilía en la ordenación diaconal del acólito José María Linares. Parroquia «San Isidro Labrador» de Porteña – 19 de marzo de 2017, víspera de la Solemnidad de San José.
Algunos monasterios tienen la costumbre de erigir una fuente de agua viva, evocando esta escena evangélica del encuentro de Jesús con la samaritana en el Pozo de Jacob.
Suele estar en el centro del claustro, donde la disposición del lugar, los jardines y los caminos convergentes hacia esa fuente le dan visibilidad a la nueva creación que ha hecho posible la pascua de Jesucristo.
O, también, al ingreso, para que los peregrinos sepan, ya al llegar, que sus pasos han de conducirlos a esa fuente de agua viva, que es el Espíritu que Cristo dona a quien se abre a Él con confianza y entrega.
En la Carta pastoral para este “Año Vocacional Diocesano 2017”, los invitaba a suplicar al Señor para que nuestra diócesis pueda contar con un monasterio de vida contemplativa. Es decir: una comunidad de orantes buscadores de Dios, que a todos nos recuerde quiénes somos, cuál es la meta de nuestro peregrinar y en qué consiste la vida verdadera, por encima de los engaños seductores del mundo.
Necesitamos que el Señor nos mire fijo a los ojos, como a aquella frágil y afortunada mujer, y, una y otra vez, nos diga palabras de salvación: “La hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que el Padre quiere. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4, 21-24).
Necesitamos que estas palabras nos arranquen de tantos miedos, mezquindades y sorderas que nos cierran en nosotros mismos y nos encierran en nuestro pequeño mundo, volviéndonos huraños, medio salvajes y entumecidos en nuestra soledad.
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“Dios es espíritu”, enseña Jesús (Jn 4, 24).
No es una afirmación de alta filosofía. Jesús, el Hijo que ha venido a nosotros desde el seno del Padre para contarnos quién es realmente Dios, empleando esta palabra sagrada– “espíritu” – quiere decirnos que Dios, por encima de todo, es relación, vínculo, apertura y disponibilidad, diálogo, encuentro y comunión. Es rostro amable, mano tendida y corazón abierto de amigo leal.
Y que eso es lo que nos pide y busca de nosotros: esa apertura y disposición para la amistad con Él. Ese tipo de relación genuina y auténtica, que no conoce segundas intenciones, juegos de poder o el infantilismo del que solo tiene reclamos para los demás.
Eso quiere decir Jesús cuando afirma que el Padre quiere “adoradores en espíritu y en verdad”: busca hijos e hijas que lo amen con amor personal, y que se reconozcan como hermanos.
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El relato comienza con un gesto sencillo que vale por todo el evangelio: un Jesús misionero, a la hora de la canícula, se sienta junto al pozo, agotado y sediento. Desde esa cátedra de debilidad, le dirige a la samaritana unas palabras que siguen resonando en nuestros oídos: “Dame de beber”.
¡Qué desproporción! ¡A cambio de un sorbo de agua, una surgente viva y desbordante! “El agua que yo daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la vida eterna” (Jn 4, 14).
Dios no recrimina, ni exige, ni reclama. Solo sabe dar, ofrecer y entregarse plenamente a quien le abre un pequeño resquicio, mucho más si su vida es frágil como la de esta mujer que no había encontrado plenitud, pasando de marido en marido, hasta encontrarse con Jesús, el verdadero Esposo.
Jesús sabe ver en lo profundo de ese corazón herido, hasta encontrar en él esa sed profunda, a la que ofrecerá su agua viva.
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Querido Pepe:
Estás a punto de recibir la efusión del Espíritu que, en camino hacia el sacerdocio, te unirá a este Cristo Esposo y Servidor.
Para vos es una gracia y una caricia del Señor que, así, te sigue diciendo que te busca, que te ama desde toda la eternidad, que no lo detiene tu fragilidad y pobreza, sino que, por encima de todo, Él quiere colmarte siempre con sus dones.
Jesús, diácono del Padre para salvación de los hombres, te configura como signo sacramental de su servicio de amor hasta el extremo.
Pero la ordenación diaconal es, ante todo, un don del Dios amor para su pueblo: Él te dona su Espíritu para que te dejés transformar por la lógica de ese amor que se hace entrega de la propia vida, servicio humilde de amor, especialmente a los pobres, a los alejados y pecadores.
Como todo don gratuito de Dios, el diaconado te es dado para el bien de todos. En saberlo y, sobre todo, en vivirlo así estará tu plena felicidad y realización.Tendrás que vivir como diácono, no solo hasta la ordenación presbiteral, sino a lo largo de toda tu vida. Hasta la muerte, como lo hizo, por ejemplo, San José Gabriel Brochero.
A la víspera de la fiesta de San José, te invito a mirar a este varón justo que vivió para servir a Jesús y a María.
Solo podrás ser un buen cura si permanecés siempre, imitando a San José, como un diácono humilde del Evangelio.
Pepe: el Pozo de Jacob no está lejos. Lo tenés siempre a mano. ¿Necesitás que te recuerde cómo es?
La Palabra que te espera en la lectura orante de las Escrituras. La Eucaristía que alimenta y sacia más que nada. Tus hermanos, los pobres y descartados. La comunión misionera de la Iglesia y del Presbiterio.
El Señor sigue allí, sediento y buscando tus ojos. Te busca para un encuentro vivo con Él, en la fe esperanzada y confiada.
Te pide solo un sorbo de tu agua, pero te da mucho más: te da su mismo Espíritu.
Buscalo apasionadamente a Él con el corazón inquieto e indiviso del célibe por el Reino, con ganas o sin ellas. Siempre.
Así sea.
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