«La Voz de San Justo», domingo 19 de marzo de 2017
“En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía…”, comenta el Catecismo de la Iglesia Católica (n° 2848).
Jesús reza y nos enseña a rezar. Eso es el Padre nuestro: la oración del Señor que, a medida que la hacemos nuestra, va educando interiormente nuestra sensibilidad espiritual para que refleje los mismos sentimientos filiales de Jesús.
Esto son ya los salmos: Dios mismo pone en nuestros labios las palabras, los sentimientos y las actitudes que nos abren a la acción de su Espíritu. Y Jesús, de la mano de María y de José, aprendió a orar en la tradición orante de su pueblo.
Para quien conoce la Biblia y reza los salmos, el Padre nuestro resulta un eco poderoso de esa rica experiencia de oración, transformada ahora por el alma orante del Hijo de Dios hecho hombre. El Padre nuestro es el punto culminante de esa tradición de adoración, alabanza y súplica.
Ante todo, el Padre nuestro educa nuestros deseos para que se dejen alcanzar por los grandes deseos de Jesús, que son también los del Padre: santifica tu Nombre, venga tu Reino y se haga siempre tu Voluntad. Desde aquí podemos pedir lo que más necesitamos para la vida: el pan y el perdón.
Solo entonces, la pedagogía de la oración de Jesús nos hace enfrentar la oscuridad que rodea la condición humana. Es el contenido de las dos últimas peticiones del Padre nuestro.
¿Qué nos enseña a pedir Jesús cuando nos hace orar así: ‘Padre, no nos dejes caer en la tentación’?
La palabra que usa Jesús, y que se traduce como “tentación”, tiene un innegable sabor bíblico. Puede ser traducida de dos maneras: ante todo, puede indicar las pruebas que Dios permite en la vida de los creyentes, y que le ayudan al hombre a conocerse a sí mismo y a abrirse a la acción de Dios. La Biblia contiene preciosos relatos de hombres y mujeres que, entrando en la espesura de esas pruebas, han salido airosos, comprobando, sobre todo, que la fidelidad de Dios es inquebrantable.
Sin embargo, en la oración de Jesús el sentido de la palabra se traduce mejor como “tentación”, es decir: como la capacidad que tiene el mal de atraer, engañar, seducir y, finalmente, aprisionando al hombre en su mentira, hacerlo sucumbir.
La vida de todo ser humano está siempre amenazada por esa oscuridad inexplicable que es el mal, sobre todo, por el peso del egoísmo que ha herido al mismo corazón humano. El hombre siempre está amenazado por la fuerza deshumanizante del pecado que, como su fruto más perverso, logra que el ser humano desconfíe de Dios y, así, se frustre a sí mismo, perdiendo su libertad, su alegría y su vida. El pecado aísla al hombre y lo encierra en su soledad. Lo ahoga.
Todos conocemos diversas formas de tentación que siempre acometen nuestra vida. Las hay más groseras, pero también más sutiles y engañosas. Jesús nos enseña que, cuando llega la hora de la tentación, hemos de ponernos más radicalmente en las manos del Padre. Un Padre que tiene entrañas de madre.
Pero esta penúltima petición del Padre nuestro apunta en una dirección más precisa. Jesús sabe que, tarde o temprano, sus discípulos van a experimentar la tentación más fuerte de todas: la de rechazar el Reino de Dios, la de dejar morir en el propio corazón la confianza en el Padre y, así, entrar en un deterioro espiritual y moral que, finalmente, precipita en la perdición final.
No es cualquier tentación. Es “la” tentación. Por eso, Jesús nos enseña a suplicar que, cuando llegue esa hora, incluso haciéndonos violencia a nosotros mismos y a nuestro instinto que nos lleva a huir de Dios, nos entreguemos más radicalmente a la potencia de su Espíritu: Padre, en esa hora, no nos dejes; somos frágiles y muy torpes; el mal puede con nosotros; cuando llegue esa hora de la prueba, sujetanos con más fuerza y no permitas que nos dejemos envolver por las redes del mal. No permitas, sobre todo, que dejemos morir en nosotros la fe en Vos y la confianza en tus promesas, que sostienen nuestra vida.
¿Qué forma tiene esta tentación en los tiempos que vivimos? Cada uno tendrá que responder a esa pregunta, interrogando a la propia vida y biografía espiritual.
Sin embargo, me permito señalar un solo aspecto con dos consecuencias entrelazadas: el hombre moderno tiende a verse a sí mismo con autosuficiencia, como un ser solitario que se basta a sí mismo. Solo y aislado, el hombre parece cerrado a Dios y a sus semejantes, especialmente a los más pobres y descartados. La “cultura del descarte” de la que habla Francisco tiene ese doble rostro: descartando a Dios como Padre, nos descartamos a nosotros mismos como hermanos.
Jesús entró a la prueba suprema de la Pasión para arrancar al hombre del poder seductor y destructor del pecado que nos lleva a la soledad extrema y definitiva. Jesús luchó por nosotros el combate supremo, entregándose por completo en las manos del Padre que lo resucitó de entre los muertos.
Cuando nosotros oramos al Padre en medio de las pruebas y, sobre todo, de la tentación suprema de perder la fe, nos dejamos alcanzar por el Espíritu de Jesús, el Señor. Él entra en nuestro combate y, con nosotros y en nosotros, vence la tentación. Ese es el poder de la oración.
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