
«La Voz de San Justo», domingo 12 de marzo de 2017
En su núcleo más hondo, la experiencia cristiana fundante podría ser expresada así: “He sido alcanzado por un amor absoluto, incondicional, libre y gratuito. He sido amado, y esa experiencia me ha sorprendido y ha cambiado todo en mi vida, empezando por mí mismo. Ese amor me ha salvado la vida. Me ha reconciliado y me ha dado paz. En ese amor creo. Esa fe me ha dado esperanza. Me siento en deuda de amor, pero una deuda que no es un peso, sino un camino gozoso por recorrer cada día: soy discípulo de ese Amor que he visto resplandecer en el rostro de Cristo crucificado. Delante de su cruz no puedo contener la confesión de fe: ¡Señor, me amaste y te entregaste por mí!”.
Ese es el pan que alimenta mi vida. No necesito otra ración diaria, sino esa experiencia vital de Jesús, Pan vivo bajado del cielo.
Solo puedo decir algunas palabras sobre la petición del perdón del Padre nuestro refiriéndome a esa experiencia fundante. Sin ella no se entiende qué significa esa súplica, a la vez serena y ardiente: “Padre… perdónanos como nosotros perdonamos”.
Adelantémonos a decir del modo más rotundo y claro: no es que Dios condicione su perdón a la capacidad de perdonar que nosotros tengamos. No es que Dios nos perdone si nosotros, primero, perdonamos.
La verdad es completamente al revés: podemos ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido, porque hemos sido perdonados. Podemos perdonar de corazón, porque primero hemos hecho aquella experiencia de amor incondicional que, en lo concreto de la vida de cada uno, siempre tiene la forma de una mano tendida que ofrece paz en vez de venganza.
Puedo emprender la aventura de perdonar, porque Dios me ha amado primero y, en Jesús su Hijo encarnado, me ha ofrecido a manos llenas su paz. Si el evangelio no nos gritara esa verdad, apenas podríamos pensar en el perdón, y la única respuesta a la violencia quedaría reducida a un ejercicio frío de justicia que, las más de las veces, solo termina siendo pura y dura venganza.
Porque me reconozco un pecador perdonado, puedo también perdonar, devolver bien por mal, amar al enemigo y romper el círculo mortal del odio, ofreciendo la otra mejilla.
Lo que sí enseña Jesús es que, para suplicar con sinceridad a Dios su perdón, antes yo mismo he de perdonar a quien me ha ofendido. No puedo pedirle a Dios que sea compasivo conmigo, si no estoy dispuesto a perdonar de corazón a quien me ha ofendido. Menos aún si me mantengo inflexible en el rencor, alimento el resentimiento y me dejo enceguecer por el odio.
Y ese es el sentido profundo de la súplica del Padre nuestro: que nos atrevamos a dejarnos llevar por la gracia divina del perdón, haciéndola norma evangélica de nuestra propia vida. Que le abramos generoso espacio, especialmente cuando todo indique que lo más correcto sería responder a la ofensa con dureza.
El perdón de las ofensas -imposible para cierta lógica humana- comienza a hacerse posible, primero como oración y súplica humilde: Padre, mirando a tu Hijo que muere perdonando a sus verdugos, te suplicamos que nos enseñes a perdonar, para que podamos suplicarte con verdad que tengas compasión de nosotros.
La oración es una forma muy sencilla y profunda de abrir espacio al perdón en nuestro corazón.
El ser humano, una familia y una sociedad no pueden vivir sin gestos concretos, gratuitos y muy conscientes de reconciliación. Nadie los puede imponer, pero una vez que se ponen en marcha, tampoco nadie puede detener su potencia de vida. Cada gesto de perdón tiene la fuerza de la resurrección que vence la muerte.
Jesús, con la entrega de su vida, ha abierto ese espacio en la historia humana, marcada a fuego por el odio, la violencia y la venganza. Ese espacio, abierto en su propio cuerpo crucificado, ya no puede ser cerrado.
Desde su costado abierto por la lanza, el perdón divino alcanza los corazones, los purifica y vivifica, los cautiva y los transforma.
PS. Hace 17 años, el domingo 12 de marzo de 2000, San Juan Pablo II presidía en San Pedro la liturgia jubilar con el gran pedido de perdón de la Iglesia por los pecados cometidos por sus hijos a lo largo de la historia. Un gesto profético, sin precedentes, que ha abierto un fecundo camino regenerador para la Iglesia. Lo recordamos y damos gracias.
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