El Reino de Dios está en el centro de los anhelos de Jesús. Toda su persona, su predicación y sus gestos, sus sentimientos y opciones de fondo son expresión de este deseo dominante: que llegue el Reino y transforme este mundo injusto.
Esta espera lo sostendrá cuando llegue la hora de la pasión. En la cena de despedida con sus discípulos, después de los gestos sobre el pan y el cáliz, Jesús añadirá esta declaración: “Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios” (Mc 14,25).
Jesús asume la esperanza que había madurado en el corazón de su pueblo, Israel,y anunciada por los profetas: “¡Qué hermosos son sobre las montañas los pasos del que trae la buena noticia…y dice: «¡Tu Dios reina!»” (Is 52,7). Y este es el anuncio que colma su corazón: Dios está llegando y hará sentir que es rey poderoso.
¿Padre o rey? No es una contradicción, sino una de las paradojas que tanto le gustan a Jesús: suplicamos que Dios santifique su Nombre, que se dé a conocer como Padre bueno…precisamente ejerciendo el único poder verdaderamente digno de ese nombre: el amor que da vida y deja espacio a la libertad, perdona y resucita.
Suplicar que venga a nosotros el reinado del Padre es abrirse a ese poder salvador, haciéndolo transparente en la propia vida. Es dejarse transformar la mente, los sentimientos y la propia libertad por la cercanía de este Dios que viene a defender a los humillados, a levantar a los caídos, a jugarse para que se reconozca la dignidad de todos los pisoteados por el egoísmo y la injusticia humanos.
El hombre no puede construir el Reino de Dios. Cuando lo intenta, normalmente termina ejerciendo su propia violencia sobre los demás como si proviniera de Dios. Toma el santo Nombre de Dios en vano.
El ser humano solo puede disponerse para que Dios reine en su vida por la conversión, la fe y la oración. Si lo hace, deja que la misma fuerza de Dios pase a través de él y, así, comience a sanar y transformar, desde dentro, este mundo nuestro en el que operan las fuerzas contrarias al Reino. Como la levadura en la masa.
La comunidad cristiana es semilla del Reino que crece en este mundo. Especialmente si vive la fraternidad, la alegría del amor y, así, hace lugar en ella a la fragilidad humana en todas sus formas. Buena parte de su servicio al Reino de Dios es buscar, reconocer y secundar la acción de Dios que vive y obra en los corazones humanos, siempre contradictorios, frágiles y pecadores.
Ese es precisamente el poder mayor y más bello de Dios, al que sirve la Iglesia: internarse en el territorio en el que aparentemente domina el enemigo, para hacer crecer el trigo bueno con el que se hará el Pan que da vida eterna al hombre hambriento. Como decía San Juan Pablo II: el hombre concreto, de carne y hueso, permanece siempre el camino de la Iglesia. Y el hombre frágil, lleno de contradicciones y límites, pero también misteriosamente traccionado por la gracia del Espíritu Santo.
Suplicar que Dios reine, nos abre los ojos para descubrir que esa esperanza ya se está cumpliendo, porque el Padre resucitó a su Hijo de entre los muertos por obra del Espíritu, y nos resucitará con Él en la plena manifestación de su reinado: en la vida eterna que esperamos con ansias.
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