«La Voz de San Justo», domingo 12 de febrero de 2017
Después de la invocación inicial, el Padrenuestro pone en nuestros labios tres deseos y cuatro peticiones.
De los deseos destacamos el pronombre “Tú”: tu Nombre…tu Reino…tu Voluntad. Tres deseos que, en realidad, son uno solo. Potente y concreto.
Los deseos y los sueños definen a un hombre. Es verdad que el egoísmo puede deformar el deseo y llevar a una persona a su perdición. No se trata, sin embargo, de matar los anhelos que habitan el corazón humano. Todo lo contrario: “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”, enseña Jesús (Mt 6,21). Como ya lo hacían los dos últimos mandamientos, de lo que se trata es de liberar del peso muerto del egoísmo toda la capacidad humana de desear.
Es lo que hace Jesús. Al enseñarnos el Padrenuestro nos invita a conectar nuestros deseos con los suyos. Ensancha el espacio interior de nuestro corazón para que aprenda a desear lo que verdaderamente colma la sed que llevamos dentro.
El primer gran deseo de Jesús es precisamente este: que Dios, su Padre querido, santifique su Nombre. “El Nombre de Dios es Dios mismo revelado, presente y activo entre su pueblo” (John Meier). El Nombre expresa el misterio de Dios. Nos permite invocarlo con confianza, trayéndole a nuestra vida y resguardando su inefable santidad.
Al rezar así -“santificado sea tu Nombre”-, le pedimos a Dios que se manifieste y se revele a todo hombre como Padre, lleno de amor y de ternura.
Esa era la gran promesa que Dios había hecho a su pueblo por medio del profeta Ezequiel: “Yo santificaré mi gran Nombre, profanado entre las naciones, profanado por ustedes. Y las naciones sabrán que yo soy el Señor -oráculo del Señor- cuando manifieste mi santidad a la vista de ellas, por medio de ustedes” (Ez 36,23).
Solo si Dios se revela el hombre puede glorificarlo como Él lo merece.
Y Dios se ha manifestado: lo ha hecho en Jesús, especialmente en su pascua de pasión, muerte y resurrección. Y se ha manifestado como un Dios que ama apasionadamente al ser humano y a toda su creación. Como el Dios amor que se hace cargo de sus criaturas, de sus heridas y también de sus deseos más hondos.
El gran deseo de Jesús, al que se consagró por entero, es precisamente este: que cada ser humano, especialmente los más heridos y olvidados, sepa que Dios está siempre de su parte, que pueden contar con Él para vivir y luchar, para levantarse de todas sus caídas, para soñar y desear la vida verdadera.
Hoy miramos el mundo, vemos que tantos corazones se llenan de miedos que traducen en violencia, autoritarismo, cerrazón y rechazo del otro. La potencia del deseo queda completamente desenfocada cuando solo se piensa en uno mismo, en el propio bienestar y, así, se erigen el propio deseo individual en el altar al que se sacrifica todo. Cuando el hombre olvida a Dios, lo margina de su vida o, peor aún, se siente el único y decisivo protagonista de la historia, rompe en mil pedazos el vínculo que lo sostiene y, así, debilita todos los vínculos que forman la trama de su vida.
Por eso, nosotros, con Jesús y como Él, le seguimos suplicando al Padre de todos que santifique su Nombre en medio de nuestra humanidad, que siga dándose a conocer como Amor, como Vida y como Padre.
Al rezar así, nosotros mismos vamos purificando nuestros deseos más hondos y vamos haciendo de nuestra vida un testimonio luminoso del poder transformante del amor de Cristo.
Abba, Padre nuestro querido: santificá tu Nombre, mostrándote en todo el esplendor de tu amor y de tu compasión. Amén.
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