Padre nuestro que estás en el cielo

cielos«La Voz de San Justo», domingo 5 de febrero de 2017

Seguimos comentando la oración del Señor. Este domingo, nos centramos en la expresión inicial del Padre nuestro: “que estás en el cielo”.

Apurémonos a decir que el “cielo” no es un lugar, ni tenemos que pensar en el espacio ni en ninguna galaxia. Se trata de una metáfora. Y muy bella, por cierto.

Cuando el hombre religioso levanta los ojos al cielo, contempla, por ejemplo, la maravilla de un cielo nocturno estrellado, no puede dejar de pensar en Dios y en su vida; o, mejor, en sentirse abrazado por el misterio, tan cercano e íntimo como sobrecogedor e inmenso. Lo mismo que ocurre cuando la pequeñez del hombre queda como embriagada por la belleza y magnificencia de las montañas.

De hecho, así lo ha llamado desde antiguo la fe de Israel. Dios es el “Altísimo”, la “Roca” firme, el Dios que se revela en la montaña. Es también el Dios del cielo.

Al enseñarnos a invocarlo como el Padre que está en el cielo, Jesús nos invita a no perder nunca de vista que este Dios cercano, amigo y compasivo, siempre permanecerá para nosotros un misterio inefable.

Así es el amor, en su fuente más pura: el misterio de una libertad que nos ha llamado a la vida por pura gratuidad, que se ha determinado a sí mismo a ser el garante y el defensor de la vida, especialmente de la más amenazada. Y que, precisamente en Jesús, nos ha dirigido una palabra buena y nos ha tendido su mano amiga.

Este Dios trascendente e inefable es el Padre que está en el cielo, que nos ha enviado a su Hijo y a su Espíritu. El Dios siempre más grande que todo lo que podemos pensar, imaginar y decir. No lo podemos usar ni manipular como a un objeto. De la misma forma que no podemos hacerlo con ninguna persona, creada precisamente a su imagen y semejanza.

Con Jesús, y como Él, nosotros levantamos los ojos al cielo, para invocar a nuestro Padre, agradeciéndole la vida. Lo bendecimos porque nos ha hecho libres y quiere que, con una libertad cada vez más vigorosa, estemos delante de Él.

Porque este Dios misterioso y cercano es el garante de la libertad y de la dignidad de cada ser humano.

“Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me recibirá”, había aprendido a rezar el salmista. El Padre que está en el cielo es la real medida de toda genuina paternidad y maternidad terrenas. Estas pueden fallar, o ser -como ocurre a menudo-, muy imperfectas, hasta deformadas y brutales. Siempre el hombre puede traicionar lo más precioso que Dios le da; en este caso, su capacidad de engendrar vida.

Solo el Padre de Jesús nos ofrece la certeza de un amor absoluto, irrevocable y limpio de toda segunda intención. Solo a un amor así se le puede entregar la vida.

A eso apunta la oración del Padre nuestro.