Atrevernos a decir: «Padre nuestro…»

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«La Voz de San Justo», 29 de enero de 2017

“Fieles a la recomendación del Señor, y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre nuestro…”

Con estas palabras, la liturgia invita a la asamblea a rezar la oración del Señor antes de acercarse a comulgar. ¿Por qué habla de “atrevimiento”?

Si Jesús no nos hubiera mostrado el rostro de Dios como su Padre, no podríamos invocarlo así. A lo sumo, podríamos llamarlo “Padre” en sentido amplio: “Tú que eres nuestro creador y que nos amas…”

La paternidad de Dios que Jesús nos revela es más honda. Es Padre del Hijo desde toda la eternidad. No es Padre, en primer lugar, respecto de nosotros, sino de Jesús. Lo será de nosotros, por Jesús y la fuerza de su Espíritu.

Es esta relación de paternidad-filiación lo que Jesús comparte con nosotros, comunicándonos su mismo Espíritu de Hijo. Por el bautismo y la confirmación, somos “hijos en el Hijo”, enriquecidos por la adopción filial, como nos enseña San Pablo.

Atrevernos a llamar así al Padre, implica también atrevernos a ser hijos como lo fue Jesús, dejando que su Espíritu nos moldee a su imagen y semejanza: la mente de Cristo en nosotros, sus mismos sentimientos y opciones, y la misma orientación de la vida.

Y, de la oración a la vida: atrevernos a ser y sentirnos hijos e hijas de Dios, a ser y reconocernos hermanos en la vida de cada día.

Y, para eso, hemos de tomar los evangelios y repasarlos con el corazón. Una y otra vez. Allí, en cada palabra y en la trama de cada relato, se nos revela qué significa para Jesús ser Hijo, y se nos muestra nuestra propia vocación a la filiación y a la fraternidad. Una lectio que ha de tocar lo concreto de nuestra vida.

Los relatos evangélicos nos muestran cómo vivió el Señor Jesús su condición de hijo: en el Padre y desde el Padre se sintió hermano de todos, especialmente de los más alejados, olvidados y descartados.

El mismo Jesús que se retira a orar largas noches, es el que se deja alcanzar por el sufrimiento de sus hermanos y hermanas. Es el que acaricia a los niños, señalándolos como modelos del discípulo que, con simplicidad de corazón y espíritu de conversión, busca el Reino. Es el que toca con inmensa ternura al leproso y abre los ojos del ciego; el que hace mesa común con prostitutas y demás pecadores públicos, hasta llegar a decir: “he venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10).

Así muestra qué significa que Dios es Padre, que Él es el Hijo y qué clase de vínculos nuevos de fraternidad, justicia y misericordia supone el Reino de Dios que ha traído al mundo. Así nos muestra cómo Dios se estremece ante cada sufrimiento de sus hijos, derramando con ellos las lágrimas puras de la compasión.

A quienes se acerca a él con fe y confianza, los transforma, sanándolos y levantándolos de todos sus miedos y estrecheces. Los invita a vivir la bienaventuranza de los que, como él, son pobres de espíritu y buscadores de la justicia, trabajan por la paz y zanjan los problemas apelando a la compasión de Dios.

Jesús vive su filiación en el don de sí, por amor y hasta la entrega total, en su pasión, muerte y resurrección. En su costado abierto y en sus manos y pies traspasados mostrará el amor luminoso del Padre que lo ha resucitado de entre los muertos, confirmándolo como Hijo suyo muy amado.

Hoy, que vivimos una crisis profunda de los vínculos humanos, atrevernos a llamar Padre a Dios, significa animarnos a encarnar también en nuestra vida la misma opción de Jesús: ser, hasta el final, hijo y hermano. Sin dudas, el que se atreva a vivir así conocerá, como Jesús, la sombra de la cruz. Pero también su fecundidad.

Un mundo que excluye a Dios es un mundo sin Padre y, por eso, sin hermanos. Es un mundo injusto, donde pocos tienen mucho, y la mayoría, casi nada. Un mundo donde prevalece la prepotencia del más fuerte y la arrogancia de los que tienen en corazón enceguecido por el egoísmo. Un mundo vacío, triste y sombrío, donde cada persona se resigna a su propia soledad, con el riesgo de ver en el otro, más que a un semejante a quien respetar, a un potencial adversario o enemigo a quien humillar y, llegado el caso, también eliminar.

Atrevernos a llamar “Padre” a Dios es romper este malhadado círculo de muerte. Esa es la verdadera revolución que, por otra parte, tanto anhelamos.

Cada vez que, reunidos en torno al altar, rezamos el Padre nuestro, somos desafiados a este atrevimiento según el Evangelio.

¡Atrevámonos! Allí está la vida verdadera.