Peregrinos, pobres y obedientes

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Homilía en la acción de gracias por el año pastoral 2016

Jesús recién nacido, por primera vez, entra en el templo de Jerusalén. Lo hace con sus padres. Y, como ellos, entra peregrino, pobre y obediente.

Retengamos esta imagen evangélica para rumiar y dejar que ilumine nuestra vida como Iglesia diocesana y como Presbiterio.

* * *

Cuando nos reuníamos para la Misa crismal, yo les decía que el Jubileo nos estaba ayudando a tener una experiencia más honda del misterio de la misericordia y la compasión de Dios.

Hoy, al cabo de un intenso año pastoral, contemplemos juntos esa experiencia de Dios y que nuestra mirada de fe esperanzada se convierta en plegaria.

Hemos hecho experiencia de Dios y su misericordia.

La palabra «experiencia» encierra dos imágenes complementarias: la del camino y la de las pruebas (el peligro) que supone transitarlo.

Un hombre o mujer de experiencia es alguien que ha caminado mucho, llegando a saber lo duro y desafiante de caminar y, por eso, ha llegado a saber de la vida.

En este sentido, las figuras de los peregrinos, María, José y Simeón, recogen la experiencia del camino de fe del pueblo de Dios.

Ese camino es la cifra de un aprendizaje nunca acabado del todo: aprender a conocer desde dentro la fidelidad de Dios. Y no, en última instancia, a partir de la experiencia de la propia infidelidad.

Al cabo de ese caminar, el creyente solo puede concluir: «Sí, Dios es fiel y su amor permanece para siempre».

Pero las imágenes del camino y de la prueba que subyacen en la palabra «experiencia», quedan abiertas a otro significado profundamente religioso: el camino de la fe es también el itinerario a través del cual Dios mismo «prueba» y «calibra» la fe de los suyos, su real arraigo, su calidad y en qué medida se va identificando con la propia persona.

Pensemos en Abrahám, en Moisés, en Oseas, en Jeremías, en Elías, en Ester, Rut o en la admirable Judith.

Miremos también a Job, su sufrimiento, su rebeldía y su atreverse a estar cara a cara delante del Dios omnipotente, cuyo misterio lo pondrá de rodillas: «Yo te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5). ¿Quién de nosotros, aquí y ahora, podría rezar así?

Las Escrituras nos ofrecen también el testimonio de cómo Dios logró vencer la estrechez de Jonás. Él había llegado a culpar a Dios del fracaso de su misión profética: finalmente, el Señor se había arrepentido y había perdonado a los ninivitas.

Concluye: No se puede confiar en un Dios así. Tiene incluso el tupé de explicar que, precisamente por eso, había huido. Como todo buen caradura, logra dar vueltas las cosas para exculparse e inculpar al otro y, así, salir bien parado.

Claro, que aquí, ese «otro» es el Dios de Israel, tan sabio como dotado de un exquisito humor, con el que sabe también verter el óleo de su compasión en las heridas y tristezas del mundo.

«Tú te conmueves -le dice a Jonás- por ese ricino que no te ha costado ningún trabajo y que tú no has hecho crecer, que ha brotado en una noche y en una noche se secó, y yo, ¿no me voy a conmover por Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de ciento veinte mil seres humanos que no saben distinguir el bien del mal, y donde hay además una gran cantidad de animales?» (Jonás 4,10-11).

¿No nos ha llevado el Señor de la misericordia por el mismo camino a lo largo de este año? Si hemos tenido que caminar por en medio de las fragilidades humanas -propias y ajenas- ha sido para conocer más desde dentro el misterio de esa compasión que sostiene el mundo.

Por eso, queridos amigos y hermanos, volviendo sobre nuestra experiencia de fe y los aprendizajes que esta nos ha deparado, bien podríamos preguntarnos.

Ante todo, qué de verdadero y hondo ha quedado de todo lo vivido, qué encuentros, qué palabras, qué sentimientos y emociones.

Sin embargo, los animo -y me animo- a dar un paso más: ponernos en la presencia del Señor, invocar el don de su Espíritu para fecundar la aridez de nuestra tierra, y preguntarle a Él qué es lo que ha llegado a saber de nosotros y de nuestra fe; de las razones y motivos que nos mueven desde dentro; de las fuerzas que contienden en nuestro corazón con todos nuestros deseos, aspiraciones e ilusiones, pero también nuestras mezquindades, prejuicios e impurezas; hasta dónde ha podido calibrar nuestra fidelidad a Él, a su Evangelio.

Seguramente que de allí surgirá una oración serena, tal vez regada con abundantes lágrimas, pero auténtica por honda, verdadera y humana. El Señor no tiene miedo de nuestra verdad, de nuestros conflictos e impotencias. Solo quiere que las compartamos, abriéndonos en humildad y obediencia a la potencia de su Espíritu.

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Volvamos a la escena evangélica: Jesús, en los brazos de María y José, entra en el templo peregrino, pobre y obediente.

¿No es precisamente así cómo llegamos también nosotros al final de este año 2016?

Si Él eligió el camino de la desnuda pobreza para traer la misericordia de Dios al mundo, ¿por qué nosotros no terminamos de convencernos que es también el camino de sus discípulos, de su Iglesia? Una Iglesia peregrina, pobre y obediente.

Llegamos como peregrinos de la vida, de la fe y del ministerio pastoral. Nuestra diócesis ha caminado mucho en este año. Nos damos ánimo, porque el camino sigue y no podemos detenernos. Nos espera la bienaventuranza.

Llegamos también pobres: con las manos vacías, pero sabiendo que a Dios le gusta estar entre los pobres, vivir -mucho más que nosotros- la pobreza y servirse de medios pobres para salvar a los hombres. Aquí también tenemos un largo camino para recorrer como hermanos.

Llegamos obedientes: es decir, con el deseo de abrir nuestros oídos para escuchar su Palabra que nos dice la verdad, nos ilumina y nos salva incluso cuando desnuda nuestras mentiras.

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Queridos hermanos: como al anciano Simeón, tomemos en brazos al Niño y dispongámonos para la alabanza y la acción de gracias.

Dios salva, ilumina y no deja solos a los hombres, ni a su Iglesia ni a sus pastores.

Y sigamos caminando.

Amén.