Una palabra buena para todos

“La Voz de San Justo” – Domingo 18 de diciembre de 2016

Cuando, en la tarde de Navidad, los cristianos nos reunamos para celebrar la Eucaristía, mirando el pesebre, vamos a escuchar la solemne confesión del Evangelio según San Juan: «Y el Verbo de Dios se hizo carne, y puso su morada entre nosotros…» (Jn 1,14).

Dios nos ofrece su Palabra para iniciar un diálogo que desemboque en un encuentro de amistad con el ser humano.

Creo que sería muy oportuno mirar la Navidad desde esta perspectiva: Dios viene a nuestro encuentro, entra en nuestra historia para decirnos una palabra buena que abra un diálogo.

Todos experimentamos lo difícil que se ha vuelto dialogar, en todos los niveles.

La Iglesia que constantemente está invitando a todos a dialogar, experimenta también en su interior fuertes resistencias a un diálogo franco y abierto. No son extrañas actitudes de cerrazón, de empecinamiento en las propias posiciones, de incapacidad de comprender lo que el otro siente, cómo vive e interpreta la vida.

No es extraño que una misma palabra tenga significados y resonancias diversas en quienes la pronuncian. Y no hablemos de los gritos, insultos y otras lindezas que hacen que la vida ciudadana se parezca más a una batalla campal en medio de la oscuridad: todos contra todos.

Por eso, contemplar lo que Dios ha hecho en Navidad, puede ayudarnos a recuperar algunas actitudes fundamentales para generar espacios de encuentro un poco más humanos. Repaso, a continuación, algunas de estas actitudes.

Ante todo, caer en la cuenta que todos tenemos algo para decir. Pero algo bueno, verdadero y positivo para ofrecer a los demás.

A renglón seguido, es bueno pensar que los demás, especialmente quienes están más distanciados de mí, también tienen algo para ofrecerme. Es bueno y saludable pensar que la verdad no es posesión exclusiva de nadie, sino que la Verdad con mayúsculas es precisamente un espacio generoso en el que todos podemos encontrarnos, respirando juntos su el aire más puro y limpio.

Por eso, otra actitud fundamental es entrenarse en la capacidad real de escuchar al otro distinto de mí. No solo la materialidad de sus palabras que llegan a los oídos, sino de entrar, a través de ellas, en la profundidad de un corazón tan humano como el mío. De comprender que ilusiones, anhelos y también heridas están allí latiendo y pujando por salir y hacerse comprender.

Para ello, es fundamental hacer el ejercicio nada sencillo de intentar ponerse en el lugar del otro. Es cierto: cada persona es intransferible y nadie puede ocupar su lugar de manera absoluta. Pero no es menos cierto que solo el hombre puede entender y amar, y eso significa ese doble movimiento de salir de sí para traer dentro de cada uno al otro para entender y comprender su misterio.

Eso es lo que los cristianos reconocemos que ha hecho Dios en la encarnación y el nacimiento de su Hijo único: ha querido ver la vida desde la óptica de los hombres, desde sus luchas, fragilidades y oscuridades. Y así nos ha salvado y nos ha ofrecido un horizonte de esperanza.