¿Quién celebrará la Misa?

Ayer, sábado 10 de diciembre, se cumplieron ciento cincuenta años de la primera Misa de San José Gabriel del Rosario Brochero.

Había sido ordenado el 4 de noviembre de 1866 y, según las costumbres de la época, tuvo que esperar más de un mes para celebrar su primera Misa.

Lo hizo en la capilla del antiguo seminario conciliar de Córdoba, ubicado donde hoy está la Plaza Jerónimo Luis de Cabrera. Hay una placa bajo un árbol que recuerda el lugar, evocando también a Brochero. Todos los días, manos anónimas encienden unas velitas y depositan flores en el lugar.

Al fin de sus días, leproso y ciego, Brochero seguirá celebrando la Misa. Lo hará de memoria (su ceguera le impedía leer el Misal), con gran dificultad, pero con infinita ternura y devoción. Y será precisamente la Misa de la Virgen María.

Entre la primera y la última Misa pasaron 48 años. ¿Qué pasó en el corazón, en las manos y en la vida de ese hombre que, día tras día, repitió las palabras más sagradas del cristianismo: «Tomen y coman; Esto es mi Cuerpo; ¿Esta es mi Sangre derramada por ustedes y el perdón de los pecados?

No son palabras inocentes. No lo fueron para Jesús que, con ellas, anticipaba la hora de su pasión: la hora de su entrega de amor hasta el fin.

No lo son tampoco para los curas. Es cierto: esas palabras pueden llegar a convertirse en la más incisiva pregunta, dirigida al corazón del sacerdote: ¿realmente has entregado tu vida, has derramado tu sangre, te has hecho una sola cosa conmigo y mis hermanos?

Las más de las veces, puestos frente a Dios, los curas nos descubrimos tremendamente inadecuados y distantes de ese misterio de amor que, sin embargo, también nos consuela y fortalece.

Como cura, soy un hombre frágil y pecador que, en el acto de hacer memoria de la entrega de Cristo, yo mismo soy salvado y redimido.

En estos días, mucho se ha hablado sobre los curas. A veces, con palabras sabias; otras, con expresiones menos sensatas. Es inevitable que esto ocurra.

Lo bueno es que se hable. Pero, por encima de todo, que se busque la verdad que edifica, incluso si desnuda incoherencias, pecados y miserias. Porque la verdad, no solo ilumina donde está el error. La verdad verdadera -si cabe la expresión- es la que se abre al amor que consuela, anima y abre hacia delante.

Los cristianos miramos a Jesús, el que siempre está viniendo. Él es verdad que ilumina y juzga. Pero es también, y en la misma medida, el amor que levanta y resucita. La verdad es completa cuando hace lugar a ese poder sanador del amor de Dios.

Miro a Jesús. Miro a Brochero. Miro a los curas. Miro a esta diócesis de San Francisco y termino preguntándome: ¿Qué manos traerán a nuestro atormentado y fascinante tiempo la Pascua de Jesús que hace nuevas todas las cosas?

¿Quién celebrará la Misa?