Los frutos del Jubileo

A lo largo de este Año Santo, hemos tenido la gracia de comprender mejor y gustar más hondamente el misterio de la misericordia de Dios.

Hemos tenido la posibilidad de descubrir las «entrañas de misericordia», por la que nos ha visitado «el sol que nace de lo alto», Jesucristo, rostro visible de la ternura de Dios.

Cada uno de nosotros, desde lo concreto de su vida vivida y bajo la mirada benevolente del buen Dios, podrá contemplar los frutos que este Jubileo le ha dejado.

Comparto algunas cosas que yo mismo puedo espigar de mi propia experiencia creyente. Tienen mucho de deseo intenso que se vuelve súplica ardiente.

Le pido así al Señor que, como fruto de este Jubileo, podamos afianzar una «cultura de la misericordia».

Entiendo aquí cultura como «forma de vida», un estilo, un talante de estar parado en esa maravillosa aventura que es el vivir humano.

Una síntesis armoniosa en la que se conjugan vivencias, valores, verdades y símbolos, Pero una síntesis siempre abierta a nuevas realizaciones, porque la persona humana siempre está en camino, abierta al futuro tan esperado como sorprendente. Así lo vivimos las personas, pero también los pueblos. Así lo vive la Iglesia.

Si la nota distintiva es la misericordia, esto quiere decir: compasión que se hace cargo; poner la fragilidad del otro en el centro de todos los desvelos; aprender a escuchar, antes que a pontificar; tender la mano, antes que blandir el dedo acusador, etc.

Y una cultura de la misericordia arraigada, ante todo, en la propia vida, en el propio corazón iluminado por Amor de Dios manifestado en Jesucristo. Porque eso es precisamente la fe: el amén que le damos a ese Amor que nos ha salido al encuentro, y que ha iluminado nuestra vida.

Esta cultura debe ser la forma concreta, visible y palpable cómo la Iglesia esté presente en medio de la humanidad. Como María en la visitación y en las bodas de Caná: atenta, pero también desarmada, sin cálculos ni estrategias políticas; menos aún, como un poder intramundano junto a otros poderes que se disputan el dominio público.

Una Iglesia humilde y pobre, también herida por las heridas de sus hijos e hijas, y por los heridos de todas las latitudes. Una Iglesia que, siguiendo a Jesús, hace suyas las esperanzas, las luchas e ilusiones de los que más razones tienen para esperar un cambio: los pobres, los desheredados, los olvidados y los más pequeños.

Y, desde ese lugar, promover la «revolución de la ternura», de la que tanto habla Francisco, como impacto social, e incluso político, del Evangelio de Jesús, vivido por hombres y mujeres que se reconocen sus discípulos.

La historia humana no es lineal. No sabemos si marcha hacia un progreso superador. A veces parece que más bien el horizonte se oscurece, porque reaparecen las fuerzas irracionales del odio, del autoritarismo y de la clausura de personas y pueblos sobre sí mismos y, por consiguiente, de la violencia que nace del miedo al otro. No lo sabemos, a ciencia cierta.

De lo que sí tenemos certeza los discípulos de Cristo es que no nos va a faltar la fuerza de la Pascua que el Espíritu Santo actualiza en los corazones que se abren, en la mansedumbre y la confianza, a su acción discreta e inspiradora.

Por eso, la cultura de la misericordia es también una cultura de la esperanza: la gran esperanza que mantiene abierto y en alto el corazón humano, y que es Dios mismo, el Futuro del hombre.