«Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas» (Lc 21,17-18), es la exhortación del Señor, que cierra las graves palabras, que acabamos de escuchar.
¿Cierra o abre?
Estas palabras son «evangelio», es decir: buena y alegre noticia.
Las escuchamos con apertura interior, con fe confiada, porque sabemos que, incluso en su implacable dureza, ellas traen a nuestras vidas la potencia del Amor de Dios.
Y el amor siempre ilumina, cura y consuela. Es luz que alumbra el caminar del hombre en medio de la noche oscura.
De eso se trata: la historia humana no es lineal ni totalmente transparente. No está dicho que avance hacia lo mejor. En ocasiones, deja entrever la oscuridad que ensombrece el corazón humano: el miedo que toma la forma del odio, del rechazo, de la clausura sobre sí mismo, del desprecio y la exclusión de los demás.
Pues bien, la fe en Jesucristo nos abre a la esperanza.
Precisamente, en esas situaciones, la promesa de Dios se muestra más firme y certera: no nos va a faltar el auxilio de su gracia.
El Señor nos invita a vivir en una confiada libertad: «yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir» (Lc 21,15).
No nos faltará la luz sabia y mansa del amor de Dios para el caminar vacilante de los hombres, guiados precisamente por la lámpara de la fe.
Eso sí: se nos pide dejarnos llevar e iluminar.
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Con esta celebración concluimos el Jubileo extraordinario de la Misericordia, convocado por el Papa Francisco.
Nos hemos dejado llevar e iluminar por la luz de la fe. Hemos visto con nuevos ojos el misterio de la misericordia-compasión de Dios.
Nuestra vida ha sido iluminada. Por eso, damos gracias.
Quisiera recoger algunos frutos de lo que hemos vivido.
Lo hago, en torno a estas palabras claves: «jubileo» y «misericordia».
Ante todo, «alegría», porque a eso apunta un Jubileo: a experimentar una honda y duradera alegría.
La oración que ha abierto esta liturgia es, en este sentido de una sobrecogedora belleza: «Señor y Dios nuestro, concédenos vivir siempre con alegría bajo tu mirada, ya que la felicidad plena y duradera consiste en servirte a ti, fuente y origen de todo bien».
¡Ojalá podamos decir que, a lo largo de este año, hemos estado bajo la mirada compasiva del buen Dios, cuya misericordia ha tocado realmente nuestro corazón, colmándonos de su propia alegría!
Jesús nos ha dicho que, precisamente, la alegría de Dios es la misericordia que espera con paciencia, que sale a buscar al perdido y a curar al herido.
La alegría de Dios es hacerse cargo de quien está desahuciado.
Y esto es, precisamente, lo que encierra la palabra «misericordia», que la Iglesia ha puesto en nuestros labios, en nuestro corazón y, a través de las obras corporales y espirituales de misericordia, también en el centro de nuestras vidas.
Estar bajo su mirada. Dejarnos mirar por el que es Manso y Humilde, Misericordioso y Compasivo. Servilo, sirviendo a nuestros hermanos heridos. Ahí está el secreto de la verdadera alegría.
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¿Qué fruto podemos esperar de esta intensa experiencia espiritual?
Cada uno de nosotros tendrá que entrar en la espesura de su propia vida, ponerse bajo la mirada del buen Dios y dejarse iluminar la conciencia para ver su obra, sus frutos, su paso salvador.
Yo me permito formularlo en estos términos: así como un día, el beato Papa Pablo VI desafió a la Iglesia y al mundo, señalando la utopía de la «civilización del amor» como la meta hacia la que caminar, hoy podemos dar un paso más y señalar la urgencia de una verdadera «cultura de la misericordia».
Entiendo por cultura, una forma de vivir, de estar parado frente a Dios, a los demás y a nosotros mismos, en la sociedad, de cara al mundo y a la entera creación (la «casa común» que gime y reclama nuestro amoroso cuidado).
Y, como rasgo central, distintivo y unificante de esa forma de vida: la misericordia, cuya fuente nutricia es el misterio de la compasión de Dios, manifestado en Jesús, el buen samaritano que se hace cargo del dolor de todos los heridos y caídos que van quedando por el camino.
Una cultura que nace del corazón que se descubre amado primero, perdonado y sanado y, por eso, un corazón pacificado y reconciliado que no puede sino responder con mansedumbre a la violencia, sembrar paz cuando sería lógico devolver violencia a la violencia sufrida.
Una cultura que pone todas sus energías no en el bienestar personal, sino en dolor y sufrimiento ajenos, dejándose interpelar por ellos y, desde allí, buscar la fraternidad y la reconciliación.
Una cultura, por tanto, en la que la superación de la desigualdad, también pase por renunciar a una posesión obsesiva de bienes, porque se hace la experiencia de que «menos es más»; la que aprende a compartir, a disfrutar de la sencillez más que del consumo de bienes tan sofisticados como efímeros e incluso ridículos.
La Iglesia está llamada a ser signo visible de la compasión de Dios. La misericordia ha de ser su forma de presencia en el mundo. Una presencia hecha de disponibilidad para la escucha y el servicio.
Una vez más, María es el mejor espejo en que mirarnos, para ver la realización más perfecta de este misterio.
A ella -Madre de Misericordia- le confiamos los frutos de este Jubileo.
Así sea.