Una vez más, hemos orado con el Salmo 22: “El Señor es mi pastor”; tal vez, el más rezado de todo el Salterio.
El orante comienza hablando en primera persona. Con imágenes concretas y elocuentes, nos participa su experiencia personal de Dios. Sin embargo, de repente, cambia el tono de la plegaria. No puede seguir solamente contando lo que le ha pasado. La reflexión sobre su vida lo empuja a dar un paso más. Siente la necesidad más aguda de todo hombre religioso: no hablar de Dios sino hablarle a Él, dejarse mirar por Él y, desde esa mirada de fuego, rever toda su vida.
Se llega así a la frase central que: “No temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo”.
Nosotros que, no obstante, nuestras torpezas, también somos orantes, o, al menos, aprendices de la oración, sabemos que hay momentos en que ese “Tú estás conmigo”, emergiendo entre oscuridades, lágrimas e incertidumbres, es la certeza en base a la cual se toman decisiones que hacen estallar todos los moldes, llevándonos a una experiencia única de libertad y de verdad.
Claro: hay que animarse a pronunciar esas palabras, no como quien discurre fríamente un razonamiento, sino dejándose traccionar por un amor sorpresivo e inaudito que ha irrumpido en el camino, esperando respuesta.
El “Tú estás conmigo” es, en realidad, respuesta a aquel “¡Aquí estoy yo!”, del que nos habla Ezequiel, y que ha sido la experiencia fundante de toda la historia de salvación que culmina en Jesucristo, el Emmanuel, Dios con nosotros.
Lo experimentamos nosotros ahora, en este santuario, en esta liturgia.
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Cuando el joven José Gabriel tenía delante la decisión de la ordenación sacerdotal, fue asaltado por la duda de su idoneidad para una vocación tan grande.
Sintió miedo. Vaciló.
Fue entonces que, de la mano de los Ejercicios de San Ignacio, puesto delante de la mirada del Buen Pastor, sintió que, no obstante, todas sus limitaciones, tenía que ponerse a sus órdenes y dejarse llevar por él.
Tomó la decisión de ordenarse y, como suele ocurrir, cuando se obra así, una paz profunda inundó su vida, confirmándole que era la decisión correcta.
Hoy estamos celebrando los ciento cincuenta años de ese momento.
Dios confirmó en el alma joven, noble e intrépida de Brochero, la obra de gracia que el mismo Dios había iniciado en él, y que, según su Providencia, tenía un horizonte que solo ahora estamos empezando a comprender.
Hacerse cura era el modo como Dios lo llamaba a ser santo, precisamente ocupándose de la santificación de su pueblo.
En su Providencia, Dios le reservaba un despliegue inesperado a su vocación de cura: llegar a ser, no solo para su parroquia o diócesis, sino para la entera Iglesia universal, un pastor, esclarecido “por su celo misionero, su predicación evangélica y su vida pobre y entregada”.
El modo cómo el Dios pastor había pastoreado su propia vida lo marcó para siempre. Así debía Él pastorear al pueblo que la Iglesia le confiara. Y es lo que hizo, a lo largo de toda su existencia creyente y sacerdotal.
Por eso, en el centro de su ministerio pastoral estuvo Cristo. Por eso, la motivación fundamental de todo su accionar como pastor fue buscar a cada uno para que tuviera esa misma experiencia personal de Jesucristo. Que sus serranos fueran santos como es santo el Dios vivo que quemaba sus entrañas con el fuego de la caridad de Cristo.
En el “Señor Brochero” nosotros vemos cómo el Espíritu realiza la obra admirable de tomar a una persona y transfigurarla para que llegue a ser imagen viva de Jesús, transparencia de su misericordia. El Espíritu obra en la persona, respetando su identidad y su libertad, su cultura, sus talentos y hasta sus límites; a partir de las circunstancias de lugar y de tiempo que constituyen el entramado concreto e irremplazable de una vida.
Lo hizo en Brochero, encontrando una libertad y una docilidad admirables. Está obrando así en nosotros, y cada uno tenemos que preguntarnos cómo responder.
No podemos copiar a Brochero. Además de hacer el ridículo, lo traicionaríamos a él y al Evangelio que tiene potencia para ser siempre nuevo, cuando encuentra eco en el corazón creyente.
Tenemos entonces que dejarnos llevar por el Espíritu, entrar en su alma cordobesa y cristiana, y contemplar en ella la obra de Dios, su apertura a la gracia y los destellos de Evangelio que se dejan entrever en los repliegues de su humanidad.
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Señalando todas las distancias entre Brochero y nosotros, su tiempo y el nuestro, los desafíos que enfrentó y los que hoy interpelan a la Iglesia, creo que podemos decir que, tanto nuestra Iglesia como nuestro país tienen una tremenda necesidad de hombres y mujeres, fogueados por la misma experiencia espiritual de San José Gabriel.
Tenemos necesidad de volver a poner a Dios y su Evangelio en el centro de nuestras vidas. No como se impone una norma, una estrategia política o una costumbre social, sino como quienes viven la atracción de una verdad luminosa que enriquece la propia vida, y que, por esa misma razón, no puede dejar de ser compartida, anunciada y propuesta para que otros puedan hacerla propia, con convicción interior, desde la propia conciencia y libertad.
En la Iglesia, tenemos necesidad de redescubrir “lo único necesario” y poner allí todas nuestras fuerzas, proyectos e ilusiones, sacudiéndonos de encima demasiada comodidad burguesa y una mundanidad tan arraigada que disuelve el ardor misionero en una burocracia fría y calculadora.
Nuestro país, tan querido como sufrido y llorado, tiene también una enorme necesidad de muchos Brocheros: hombres y mujeres genuinos, auténticos, de una sola pieza, que ha experimentado la libertad que solo Dios puede dar a quien se entrega a Él con toda el alma, hasta el último instante de su vida.
Hombres y mujeres fogueados por la mirada ardiente de Dios en los ojos de Jesucristo y en el fuego de su Espíritu.
Es la gracia que pedimos para nosotros, para nuestros niños y jóvenes, para nuestra diócesis y para todos, bajo la mirada tierna de la Purísima, la Virgencita y, desde hoy, bajo la mirada recia y bondadosa del “Cura gaucho”, cuya imagen entronizamos con cariño y gratitud en el corazón.
Así sea.