Ya he comentado que la canonización de Brochero ha despertado un sentimiento dominante: la gratitud.
Y no hay que darle demasiadas vueltas. Hay que dejarlo aflorar, y decir sencillamente: ¡Gracias!
De todo lo que vi y escuché en estos días, me ha quedado dando vueltas una frase dicha por un hermano obispo en un reportaje. Suena más o menos así: «Brochero cruzó las sierras con la firme determinación de que los serranos, los fieles que la Iglesia le confiaba como párroco, llegaran a ser santos. Todo lo que hizo hay que mirarlo desde aquí».
Ya de vuelta en la diócesis, he retomado el circuito de las confirmaciones que, en esta parte del año, me lleva de parroquia en parroquia para administrar el sacramento del Don del Espíritu Santo.
En este contexto ha vuelto este pensamiento: transmitimos el Espíritu Santo para que estos bautizados -por lo general niños- sean santos, es decir: amigos del Señor y con sus mismos sentimientos en el corazón, sobre todo, con su mismo amor y misericordia.
La santidad cristiana siempre es nueva. Cada vez que asoma en el rostro de un bautizado parece recién estrenada. No pasa de moda. Es siempre actual, porque es la respuesta de Dios a los que los hombres y mujeres vivimos en cada etapa de la vida y de la historia.
En el rostro transfigurado del santo -como deja entrever el icono que ilustra estas líneas- Dios muestra que la santidad de Cristo en los suyos es también profunda humanización. Brochero fue eso: un hombre. Un hombre de Dios.
Eso hizo el Espíritu en Brochero, pastor del pueblo: lo hizo santo para santificar a los suyos.
Eso es lo que está haciendo ahora en cada uno de nosotros.
No nos queda más que buscar esa docilidad interior a la acción del Espíritu, humilde y valiente a la vez, para que su acción en nosotros de frutos abundantes.
Brochero nos ayuda.
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