¿Qué nos está pasando?
Un joven de 30 años hace maniobras para estacionar su camión. No lo logra. Interrumpe el garaje de otro joven, que lo mata de dos tiros en el pecho.
Un hombre, también de 30 años, mata a su ex novia, a la tía y a la abuela. Hiere a su hijita de pocos meses y a un niño de 6 años.
Y podríamos seguir.
Tengo en la memoria del corazón demasiados rostros de personas heridas para toda la vida, en el cuerpo y en el alma. En muchos casos, la distinción entre víctima y victimario -justa, correcta y necesaria- termina borrándose o, al menos, difuminando la claridad de sus contornos.
¿Qué nos está pasando?
La vieja definición filosófica de mal señala que este es una «ausencia de bien».
Sé que el tema no se presta para un elegante filosofar, pero esta formulación dice cosas que podrían sernos útiles. Dos, al menos, que rescato.
En primer lugar, que el mal es carencia, vacío, oscuridad. En última instancia, resiste una plena racionalización. Repito: es oscuridad.
Siempre estará ahí, amenazando, acechando. Por algo, Jesús que nos enseñó a invocar a Dios como Padre, termina su oración haciéndonos rezar: Padre… no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal.
Obviamente, esto no nos exime de tratar de entender y de comprender los múltiples factores que empujan a las personas y, en ocasiones, a sociedades enteras a ese descenso a los infiernos que es la violencia tercamente instalada en los corazones y acechando, como bestia de presa, en cada esquina.
No. Una y otra vez tenemos que preguntarnos, unos a otros, por qué, de dónde, cómo es posible. Es un trabajo colectivo, del que no podemos darnos el lujo -como hacen las ideologías o los oportunistas- de excluir ninguna voz que tenga algo para decir.
Aquí, aparece el segundo aspecto que aquella vieja fórmula filosófica apunta: se trata de buscar, ante todo, lo que es bueno, justo, verdadero y, también – ¿por qué no? – bello y luminoso.
Se trata de crear las condiciones para que seamos gente realmente buena.
Y eso significa: un trabajo sostenido de todos para dignificar la vida de todos.
Significa que nadie puede ser objeto de posesión o de dominio de otro.
No es verdad que el hombre es un lobo para el hombre.
Cada ser humano es un don, único e irrepetible. Y estamos llamados a ser un don, los unos para los otros.
Nadie se puede erigir en un absoluto para nadie.
Todas las relaciones humanas son imperfectas y, por lo mismo, una invitación a caminar, a situar en su justo término las expectativas que depositamos sobre los demás y sobre nosotros mismos; a reconciliarnos con la fragilidad que cada uno de nosotros lleva dentro de sí, para aceptar con buen ánimo la imperfección de los demás.
Y a no renunciar a hacer el bien posible, aquí y ahora, de forma concreta y efectiva, sin esperar que se den la condiciones para vaya saber qué.
Significa, por encima de todo, meter en las conciencias y en los corazones la convicción de que cada ser humano es otro yo; otro como yo. Un semejante. Un ser humano.
Y eso, de manera especialmente importante, si el otro es muy distinto a mí, en piel, ideas, convicciones y opciones de vida.
Si sos distinto, más que a otro, me interesa que seas realmente vos mismo. Y te voy a respetar, no solo tolerar.
Y te voy a escuchar, sacudiéndome de encima prejuicios, medias verdades, estereotipos y caricaturas.
Y, sobre todo, voy a romperme entero para que situaciones complejas no encuentren soluciones simplistas, que normalmente consisten en encontrar a alguien (o a algunos) a quien echarle encima la culpa de todo.
* * *
Como creyente, vuelvo a Jesús, a su palabra que es luz y buena noticia.
Él me invita a amar, haciéndome cargo de la fragilidad del otro. A hacerme prójimo, hermano y defensor del otro, especialmente si es más débil.
Me invita también a perdonar. Setenta veces siete.
A imitar al Dios compasivo, que hace salir el solo sobre buenos y malos, sobre justos e injustos.
Lo peor que tiene la violencia es que se contagia, envenenando el corazón.
Lo mejor que tiene la bondad es que convence por sí misma, llenando el corazón de alegría y de paz.
Solo hombres y mujeres pacificados pueden llevar paz.
Como Jesús.