Elogio a la libertad de un hombre libre

Los tiempos que vivimos desafían nuestra fe.

El tiempo es lugar de encuentro con Dios, mucho más desde que el Verbo tomó carne de María, por obra del Espíritu y, también por el Espíritu, se levantó de la muerte.

El tiempo está colmado de vida divina.

Por eso, el cristiano no le tiene miedo a los tiempos que la Providencia le ha regalado, por duros, complejos o secularizados que se presenten.

Dios ha encontrado la forma de hacerse oír, y nos da su Espíritu para que, también nosotros tengamos palabras verdaderas que, como Jesús en Emaús, hagan arder los corazones.

De manera particular, nuestra fe católica tiene hoy que acreditarse como una verdad luminosa, capaz de llevar libertad interior a la vida real de las personas.

Es un desafío, porque nos invita a una profunda conversión pastoral: decir con palabras nuevas, la Palabra siempre joven y libre del Evangelio.

Lo intentamos, o nuestra fe languidecerá hasta quedar reducida a pieza de museo; venerable, tal vez, pero incapaz de despertar el fuego sagrado que arde en el corazón humano.

Y esto será así, no tanto por la hostilidad del mundo (que la ha habido, la hay y la habrá), sino por una traición a Jesús y a su buena noticia de libertad.

Estamos llamados a la libertad que Cristo nos ha donado, dándonos su Espíritu. Allí donde está el Espíritu de Cristo está también la libertad, al decir contundente y punzante de Pablo. No somos hijos de una esclava -añade con vehemencia el Apóstol- sino de mujer libre. Vivamos, entonces, la libertad cristiana en toda su dimensión.

El futuro del cristianismo está en las manos del Señor. Esa es nuestra confianza y la fuente de una serena certeza, corroborada además por la creatividad del Espíritu que hace florecer la santidad más heroica, especialmente en las horas más oscuras.

Sin embargo, no podemos dejar de preguntarnos por la calidad de nuestra experiencia creyente aquí y ahora, para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, con su mentalidad, sus valores, luchas e ilusiones.

No podemos dejar de preguntarnos con ansiedad espiritual: los católicos, ¿vivimos de verdad como hombres y mujeres libres, con la libertad que es signo de una vida transformada por el Espíritu de Cristo? ¿Promovemos la libertad de las personas? ¿Es la Iglesia «testimonio vivo … de libertad» como reza la liturgia?

No podemos dejar de inquietarnos, queridos hermanos y hermanas, por la calidad de nuestra respuesta a la interpelación del Espíritu.

Porque la fe es respuesta a una palabra que nos llega, provocadora e hiriente, desde el corazón mismo del fuego divino. Y, llegándonos desde fuera, activa y sana nuestra herida capacidad de abrirnos a la realidad y escuchar, entre múltiples voces, la Voz misma de Dios.

Y una respuesta que estamos llamados a dar con nuestra propia vida, convertida en «fuego que enciende otros fuegos», al decir de San Alberto Hurtado.

Ese fuego tiene la forma, el color y el calor de la más genuina libertad: la de Jesús el Cordero que quita el pecado del mundo. Una libertad que se vive como amor que busca, llama, se deja herir por el dolor ajeno y se entrega sin reservas, hasta el olvido de sí.

Esa es la libertad de Cristo que conquistó el corazón de Francisco.

Sí, queridos hermanos y hermanas: Francisco de Asís fue un hombre libre, con una libertad que nos entusiasma y nos despierta una sana envidia que, bien mirada, puede llegar a ser deseo de imitación y emulación.

Y no podemos dejar de mencionar aquí a aquella gran mujer que fue Clara, tanto para el camino espiritual de Francisco como para su carisma y la libertad misma de la Iglesia.

Clara: una mujer realmente libre; también con la libertad de Cristo.

Desde el corazón de la Edad Media, insensatamente calificada de oscura, nos llega la luminosa libertad de Francisco y Clara de Asís.

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Francisco y Clara sintieron la llamada del Evangelio a vivir en la «gloriosa libertad de los hijos de Dios». Abrazaron, por eso, «madonna povertà» (la «señora pobreza») como expresión concreta y provocadora, pero también serena y alegre de la libertad de Jesús y de María.

También de Brochero, celebramos su «vida pobre y entregada» al servicio del Evangelio.

La pobreza, en los santos, es la forma visible de la libertad. Pobres para ser libres. Pobres y libres para ser hermanos de todos; para vivir a fondo y con radicalidad la compasión por cada ser humano que sufre, por los que ven lesionada su dignidad, por los que el mundo satisfecho de sí mira con frialdad e indiferencia.

Casi que podríamos afirmar que la compasión es el modo concreto que han encontrado Francisco, Clara, Brochero y tantos otros, de ser genuinamente libres.

El riesgo de que la libertad se deforme en capricho infantil, mera desinhibición o disfraz burgués del egoísmo, estará siempre latente.

Por eso, con Francisco, nosotros no podemos apartar la mirada interior de Jesucristo, pobre y paciente, libre y hermano de todos.

Gloriosamente resucitado de entre los muertos, con una humanidad abierta a todos, el Señor nos atrae constantemente hacia Él, para colmarnos con su Espíritu y hacernos hombres y mujeres verdaderamente libres.

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En el corazón de este Jubileo de la misericordia, la Iglesia ha reconocido también la santidad de Madre Teresa de Calcuta.

Ella sintió la llamada de Jesús que le decía: «Ven, Teresa, sé mi luz». Resuelta como era, no vaciló en entregarse por entero a llevar la luz de Cristo al corazón de sus hermanos más sufridos y abandonados. Porque la luz de Cristo es la misericordia, la ternura y la compasión de Dios por cada ser humano.

Queridos hermanos y hermanas: sintámonos también nosotros llamados por Dios a través de la Iglesia a asumir la compasión como la forma concreta de ser libres.

¿Qué quiere decir compasión?

Ante todo, es la capacidad que tiene nuestro Dios amor de hacer lugar en su propio ser divino al dolor, al sufrimiento y a las lágrimas de cada ser humano, e incluso de la misma creación. Su punto culminante fue la pasión de Cristo.

Dios sufre y llora con cada niño que padece, en su cuerpo y en su alma, la injusticia de los hombres.

Dios también llora y gime, toda vez que sus hijos maltratamos la creación que Él hizo surgir de la nada como casa común para toda la familia humana.

En este Año jubilar, hemos tenido que aprender de nuevo el lenguaje de la compasión de Dios, memorizando y haciendo nuestras las obras corporales y espirituales de misericordia: dar de beber, visitar al enfermo o preso, acompañar, enseñar o corregir, sobrellevar con paciencia las incomodidades de la vida, orar por los vivos y los difuntos, tender la mano, etc.

Celebremos con alegría la libertad de Francisco, de Clara, de Teresa de Calcuta, de Brochero, que ha tomado la forma de una misericordia activa, de una compasión concreta, hecha de silencio, compañía y entrega.

Es la libertad de Cristo, el humilde Cordero y el Siervo sufriente, a la que cada uno de nosotros está llamado.

Es la libertad del Dios amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que ha entrado, silenciosa y humilde, mendigando la respuesta libre del hombre.

Y, que, por eso mismo, ha tomado la única forma que hace realmente justicia a la esencia divina: la misericordia del Buen Samaritano que se compadece del que está caído.

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La realidad nos ha golpeado de nuevo con dureza: uno de cada tres argentinos vive hoy en la pobreza.

Hemos fracasado como sociedad. Ha fracasado la política. Hemos fracasado los ciudadanos. Hemos fracasado, especialmente, los dirigentes, incluidos los pastores, porque no hemos podido liderar procesos duraderos de transformación que lleven dignidad a los más postergados.

A doscientos años de nuestra independencia nacional, y a ciento treinta de la fundación de nuestra ciudad de San Francisco, hagamos un profundo examen de conciencia, dejémonos interpelar por la libertad de Cristo y, calibrando bien nuestros legítimos intereses y puntos de vista, escuchemos juntos las voces apremiantes de los que sufren y esperan.

Seamos humildes, para ser dignos de ser libres.

Así sea.