Los índices de pobreza en Argentinav, hechos públicos ayer por el INDEC, son la muestra de un fracaso colectivo.
En Argentina, en estas últimas décadas, se han multiplicado los rostros de la pobreza. Hemos fracasado como sociedad en algo fundamental: la construcción del bien común como aquel conjunto de condiciones que hacen posible que cada ciudadano alcance su pleno desarrollo humano.
Pobreza no quiere decir solamente “nivel de ingresos”. Abarca muchos aspectos, tantos como son las dimensiones que hacen a la persona humana. “Aunque siempre tuvimos dificultades, hoy han surgido formas inéditas de pobreza y exclusión…La nueva cuestión social, abarca tanto las situaciones de exclusión económica como las vidas humanas que no encuentran sentido y ya no pueden reconocer la belleza de la existencia”, señalaban los obispos argentinos en 2008 (Hacia un Bicentenario en justicia y solidaridad 25 y 26).
Además, estas nuevas formas de pobreza son de carácter dinámico: no es lo mismo ser pobre hoy, en la era digital, que hace cuarenta o cien años.
A mi difunto padre le alcanzó con llegar a 6° para tener un trabajo aceptable y darnos una vida digna. Hoy, es insuficiente y, para muchos, un condicionamiento muy fuerte, que los marcará el resto de sus días. Mucho más si, profundizando nuestra lectura de los datos, observamos el carácter estructural que tiene la pobreza en Argentina.
Vuelvo a la afirmación inicial: hemos fracasado todos -como sociedad- en la construcción del bien común, en la lucha por una justicia e igualdad más concretas y reales para todos.
Es necesario mirar de frente esta realidad: tanto la de la pobreza que marca la vida de demasiados argentinos, como la de los sujetos que no hemos sabido dar con las estrategias eficaces para mejorar la calidad de vida de todos.
Es urgente este baño de realismo, por helado que sea. Muchos más, habida cuenta del carácter fuertemente corporativo y prebendario de la vida social y política argentina.
“Con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se cura”, señalaba con punzante verbo Raúl Alfonsín hace más de treinta años.
Yo sigo firmemente convencido de la profunda verdad que estas palabras contienen. Hasta me animo a decir que los sistemáticos fracasos que supimos conseguir en la construcción de la república son la prueba, por el absurdo, de esta afirmación.
Solo que, por las mismas razones, añado: no con cualquier democracia se come, se educa y se cura. Así como no tenemos que albergar una confianza mágica en el derrame del mercado, las inversiones y el capital; tampoco podemos seguir apostando a un populismo demencial que exprime lo que junta (o, lo que queda después de llenar el bolsillo de los “jefes”), subsidiando una población cautiva para llegar a las próximas elecciones.
Necesitamos una democracia que funcione, porque tenga como sustento una sociedad de ciudadanos libres, activos y responsables (pasar de habitante a ciudadano…).
Una democracia en la que sus poderes, instituciones y funcionarios se regulen unos a otros, con transparencia y sobriedad republicanas, evitando la concentración del poder y la discrecionalidad.
Una democracia que haga de la convivencia entre quienes son distintos, el debate público abierto y plural, el respeto de la ley y la conciencia, sus normas básicas de funcionamiento.
Podríamos seguir. Solo señalo algo obvio: necesitamos diálogo, consensos y encuentros. Atentos -eso sí- al juego de las corporaciones que, como ya dije, marcan tan profundamente el estilo argentino de hacer las cosas.
Todos tenemos que aprender a vivir y a funcionar en democracia, ajustándonos a sus reglas, a sus tiempos y procesos. Los argentinos no tenemos un pasado de demasiadas convicciones firmes al respecto. Tampoco los católicos nos salvamos de este aprendizaje.
Un diálogo -aquí me sale el cura- que, tal vez, comience con una saludable autocrítica (examen de conciencia delante de Dios, decimos los católicos), porque tenemos mucho que reconstruir de lo que nosotros mismos hemos destruido. Sería bueno decírnoslo con franqueza y humildad.