Divorciados en nueva unión y sacramentos

las bodas de cana

Las líneas que siguen las escribí apenas apareció «Amoris Laetitia». Las compartí con algunos hermanos obispos (principalmente de la Región Córdoba) esperando avanzar en criterios comunes en nuestra responsabilidad colegial de pastorear al Pueblo de Dios en la verdad y la caridad. Recientemente las compartí también con los sacerdotes de San Francisco, pues siento el deber de ayudarlos en un tema importante y delicado. Ahora las ofrezco como una contribución más a un debate eclesial en curso. 

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La Exhortación Amoris Laetitia es un importante documento del magisterio del Papa sobre el amor humano, el matrimonio y la familia. Tiene tras de sí un camino sinodal que ha permitido escuchar una vigorosa sinfonía de voces eclesiales. Es además un documento de gran aliento. Debe ser leído, por tanto, sin apresuramientos. Su enfoque y perspectivas, su estilo y mensaje reclaman un proceso de maduración eclesial. A su luz hay que interpretar el magisterio anterior al respecto. Los agentes de pastoral familiar, desde el obispo hasta los matrimonios catequistas, tenemos un buen instrumento para mejorar la calidad de nuestra pastoral en favor de las familias.

Pero es obvio que algunos temas concentran la atención más que otros. Con el riesgo de parcializar la riqueza del delicado «poliedro» que diseña la Exhortación, abordo la pregunta que me han hecho -y me he hecho- en este tiempo:

¿Deja abierta la puerta el Papa Francisco a que los divorciados en nueva unión, en algunos casos y mediando un cuidadoso discernimiento, puedan acceder a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía?

Al respecto cito una parte de un párrafo clave del n° 305 de la Exhortación Amoris Laetitia. Obviamente, hay que leer el contexto que nos presenta el cuadro completo para responder a esta delicada cuestión. Estamos en el capítulo VIII, que tiene el sugestivo título: «Acompañar, discernir e integrar la fragilidad». El fragmento que traigo a colación está en el penúltimo punto: «Normas y discernimiento». Cito también la nota que lo comenta y completa. Léalo cada uno con suma atención:

«A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia».

Este párrafo termina con una nota: la 351 que comenta la última frase que afirma que se puede crecer en gracia y caridad «recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia». Dice literalmente:

«En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles» (ibíd, 47: 1039) 2″.

Resumiendo: una persona que haya cometido materialmente un pecado mortal, o viva en una situación objetiva que contradice la ley de Dios (como los divorciados en nueva unión), por algún condicionamiento de peso o alguna circunstancia atenuante, puede no ser subjetivamente culpable. No solo: en estas circunstancias, dicha persona puede abrirse a la acción del Espíritu Santo y vivir la caridad, es decir: estar en comunión de amistad con Dios. A eso le llamamos «vivir en gracia». Puede, además, recibir la ayuda de la Iglesia que, precisamente, para eso está. Esa es su misión específica: ayudar a las personas a abrirse a la gracia divina, crecer en la amistad con Dios y sobrellevar con paciencia las adversidades de la vida. Entre esas ayudas a la debilidad humana están los sacramentos, que no son premios sino manos tendidas para salvar del hundimiento (como Jesús a Simón Pedro).

En otros números del mismo capítulo VIII, el Santo Padre ofrece criterios muy valiosos para ese diálogo insoslayable entre el discípulo de Cristo en una situación como la arriba descrita y su confesor o guía espiritual. Un diálogo que involucra su conciencia, en la que se ha de abrir con total transparencia, pero también en un camino nunca acabado a la voz y acción de Dios.

Grave responsabilidad de uno y otro, el confesor y el discípulo: transparentarse a la mirada de Dios que es la Verdad. En este, como en otros temas delicados, los pastores tenemos que recordar: «Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas» (AL 37).

Lo cual significa ayudar a la persona a crecer en su fidelidad al Evangelio por un camino de fe viva y conversión permanente, abriéndose a la gracia del Espíritu Santo y aprendiendo a confiar en Dios, sin desanimarse por las propias debilidades. Es decir: ayudar a un bautizado a hacerse personal, consciente y libremente discípulo de Cristo.

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Mi interpretación: a la pregunta inicial respondo afirmativamente. La puerta está abierta, aunque es estrecha, no por rigidez sino porque se trata de la vida concreta de una persona, única e irrepetible en su singularidad, de su conciencia y su responsabilidad ante Dios.

Es cierto que Francisco avanza allí donde los papas anteriores se habían detenido, pero lo hace a partir de las premisas que el magisterio anterior ha puesto con suficiente solidez y fundamento. Tiene, por tanto, una novedad real, pero también relativa.

Parte del Evangelio mismo, de la enseñanza de Jesús sobre la misericordia, de su cercanía con los pecadores y necesitados del perdón, su comunión de mesa con ellos, no menos que su clara enseñanza sobre el matrimonio, su sentido profundo y su indisolubilidad. En la fidelidad al Evangelio está la coherencia profunda con todo el magisterio de la Iglesia, también allí donde avanza en una dirección que, hasta ahora, parecía un camino cerrado.

No se trata de un nuevo principio dogmático o una nueva norma, que contradijeran, por ejemplo, la indisolubilidad del matrimonio abriendo la puerta a una segunda unión, o una eliminación de la noción de pecado mortal. Mucho menos de una “moral de situación”, como algunos han afirmado, sino de una un discernimiento moral que se hace cargo, tanto de la norma moral objetiva y siempre válida, como de la realidad única, irrepetible e intransferible de la persona en cuestión. Se trata entonces de formular un juicio prudencial en un caso concreto y singular que, por lo mismo, no puede devenir en norma general. Con realismo y prudencia, el Papa habla de un camino a recorrer «en ciertos casos».

No es que el Papa Francisco haya abierto la puerta por una decisión voluntarista. Las cosas no funcionan así en la Iglesia. Ha mostrado que la puerta, en cierto modo, ya estaba abierta en la misma tradición teológica, retomando «una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes» (AL 301) que forma parte del patrimonio de la Iglesia latina.

Algo para nada extraño a la praxis cotidiana de la Iglesia que, precisamente, señala el «fuero interno» como ese ámbito personalísimo en el que un bautizado se confía a un director espiritual al que se supone sabio, para que lo ayude a llegar a un juicio prudencial acerca del estado de su vida ante Dios. Los confesores, de ordinario, nos vemos involucrados en este tipo de discernimiento en orden a la absolución sacramental, por ejemplo.

¿Esto nos complica la vida pastoral? Y, sí. Quedamos obligados al discernimiento espiritual, fatigando la escucha de las personas, dejándonos interpelar por sus inquietudes e incluso herir por sus heridas; y, desde allí, fatigar también el acompañamiento de un peregrino que, con toda su fragilidad, se abre a la verdad completa del Evangelio. El penitente no menos que el confesor, el discípulo que el guía espiritual. Todo un desafío. Mucho más en un tiempo como el que vivimos donde el deseo de recibir un sacramento no siempre expresa con suficiente amplitud y coherencia el deseo de ser discípulos de Jesús y de vivir en fidelidad a su Evangelio.

Todos los bautizados, en la situación vital en que estemos, nos tenemos que sentir desafiados a buscar y recibir los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía como signos visibles de nuestra adhesión personal a Jesucristo y nuestra cordial pertenencia a su Iglesia, con espíritu de conversión y de obediencia a su Palabra que ilumina y también juzga nuestra vida.

Nos complica las cosas. Sí. Pero yo doy gracias a Dios que nos permite, de esa manera, compartir su propia pasión por los seres humanos, para quienes quiere que vivan la alegría del amor, mucho más allí donde la fragilidad humana es causa de mayor sufrimiento. Eso es precisamente la pastoral y eso significa ser pastores del pueblo de Dios.

Por eso le doy gracias…