Saber mirar el mundo

A las vísperas de la fiesta de Pentecostés de 1975, el beato Pablo VI dio a conocer la Carta Gaudete in Domino sobre la alegría cristiana.

El contexto era precisamente la espera del Espíritu en el Año Santo de la Reconciliación. Claro: la alegría es don del Espíritu y sello del perdón que alcanza a un corazón arrepentido. ¿Cómo no hablar de ella?

Pero el horizonte más amplio era un poco más sombrío: el de una Iglesia que vivía los turbulentos y confusos años que siguieron al Concilio Vaticano II. Y el pastor de Roma (mucho más aquel, tan evangélicamente sensible, honesto y valiente), lo sufría de manera particular.

Tomarse el tiempo para repasar Gaudete in Domino por el lujo de escuchar a un «corazón que habla», es un placer que bien vale la pena. La prosa inconfundible del Papa Montini es de una finura, precisión y humanidad que lo vuelven un amigo cercano, o, sencillamente, un hombre bueno que ha bendecido nuestra vida con sus palabras luminosas. Vale la pena.

Al releerla, varios párrafos se revelaron todavía jóvenes de ideas, no obstante, las cuatro décadas de distancia. Pero hay uno que tocó alguna fibra interior especialmente sensible. Es cuando habla de Francisco de Asís que, con Teresa de Lisieux y Maximiliano Kolbe, han sido protagonistas de una experiencia espiritual que resulta hoy particularmente significativa.

Dice Pablo VI del «pobre de Asís»: «Habiendo dejado todo por el Señor, se puede decir que él, gracias a la «señora pobreza» («madonna povertà»), recupera algo de aquella bienaventuranza primordial, cuando el mundo salió intacto de las manos del Creador. En su despojo extremo, ya casi ciego, pudo cantar el inolvidable Cantico de las creaturas, la alabanza del hermano sol, de la entera naturaleza, convertida para él como una transparencia, un espejo inmaculado de la gloria divina, e incluso el gozo ante la proximidad de «nuestra hermana, la muerte corporal»: «Bienaventurados aquellos que se hayan conformado a tu santísima voluntad»» (GD IV).

Muchas alegrías están al alcance de la mano de las personas. Los discípulos de Jesús además gozamos de la luz de la fe para descubrir las maravillas que ha hecho el Señor. Todas, siendo verdaderas, legítimas y reales, aunque también limitadas, parciales y efímeras, son, sin embargo, un anticipo de la alegría más grande: «que el espíritu humano encuentra descanso y una última satisfacción en la posesión del Dios Trinidad, conocido por la fe y amado con la caridad que viene de Él» (GD III).

Solo Dios colma de alegría el corazón humano. Él es el Bien, que nos posee más que nosotros a Él; y en esa posesión está el mayor gozo, ya ahora, en medio de la fragilidad de todo.

Francisco ha abrazado la pobreza, porque ha encontrado en ella el camino de la libertad. Y así, pobre y libre, su frágil humanidad ha podido mirar la realidad con los ojos de Dios.

El Papa Pablo lo destaca con fuerza: casi ciego, los ojos de su alma, sin embargo, ven en profundidad. Por eso puede cantar la belleza de Dios en cada fragmento de la creación. Pero, como quien deja ver al pasar una inesperada luz, el alma poética de Montini interpreta que la «señora pobreza» no solo le ha dado libertad al alma también sensible de Francisco, sino que le ha permitido recuperar una valiosa realidad perdida: ver, en cada criatura, algo de aquella bondad de la que nos habla el relato bíblico de la creación: «Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno» (Gn 1,31).

Francisco es capaz de ver en profundidad, abriéndose paso en medio de la maraña deforme que la oculta, la verdadera realidad de las cosas, «cuando el mundo salió intacto de las manos del Creador».

De Dios, los cristianos hacemos dos afirmaciones fundamentales: decimos que es el Creador omnipotente de todo; y que es también el que resucitó a su Hijo de entre los muertos. Es Padre. Él es amor fontal, el principio sin principio del que todo proviene. Y esta es, para los ojos iluminados por la fe, la única perspectiva para reconocer la verdadera realidad de las cosas.

Creo y resucitó. ¿Realmente estas verdades de fe determinan nuestro modo de ver la realidad?

Dios es real. Su creación es real. La resurrección es real.

Poder captar esto es fuente de una alegría desbordante, capaz incluso de hacerse presente en medio de las pruebas más duras.

¿Con qué ojos la Iglesia, sus pastores y fieles, vemos la realidad que nos rodea, los hombres y mujeres que son nuestros hermanos, sus luchas, sus ilusiones, sus caídas y sus victorias?

Es de dudosa consistencia la fe que solo sabe ver miseria, podredumbre y decadencia. Seguramente no es la fe que hace nacer la esperanza teologal que forma parte de la genuina experiencia cristiana de Dios.

Ojalá que podamos crecer, como Iglesia, en esta capacidad de mirar la realidad con los mismos ojos de Francisco, pobre y ciego pero libre y visionario. De esa visión surgirán sin dudas palabras luminosas y esperanzadoras. Tal vez también un renovado cántico de las creaturas que podamos entonar con todos nuestros hermanos.

Pidámosle a Dios saber mirar el mundo…