Contundente ha sido la reacción social ante los dichos de un conocido músico argentino que, con expresiones brutales, pretendió justificar la violencia machista contra la mujer.
Esta esperanzadora reacción es un síntoma de buena salud en una de las zonas más delicadas de la vida de una comunidad humana: el trato que nos debemos unos a otros, especialmente en la intimidad; ese lugar donde acaece el encuentro entre personas que, precisamente así, se entregan confiadamente la una a la otra.
Es bueno constatarlo: estamos logrando generar anticuerpos ante una barbarie que sigue dejando, lamentablemente, demasiadas víctimas.
Tenemos que ser muy conscientes del repudio que merecen todas las formas de lesionar la dignidad de las personas, especialmente de los más vulnerables. La violencia machista contra la mujer es una de ellas y posee una malicia objetiva especialmente grave. Es necesario reconocerlo con claridad.
En este caso, se trata de una especie de ese mal tan difundido que es el abuso de poder. Alguien, aprovechando una relativa posición de poder, reduce al otro al nivel de un objeto de posesión personal, que se usa y manipula como, por ejemplo, se usa un teléfono celular, hasta que se rompe, se agote o, sencillamente, se busque un modelo más nuevo.
Ninguna relación humana, menos aún las más hondas y sentidas, pueden entenderse así. Nadie tiene derecho a decirle a otro: «sos mi posesión, mi obsesión y mi necesidad».
Todo genuino encuentro entre personas está llamado a realizar lo que la tradición cristiana llama: «ágape», es decir, ese amor que concentra todas sus energías en el bien y el interés del otro. ¿Por qué razón? Porque es una persona, un sujeto que vale por sí mismo, por lo que es, no por lo que posee o me ofrece, sea belleza, placer o simpatía.
Podemos aquí parafrasear al mismo Jesús: se trata de aprender que el que pierde la vida dándose, la encuentra, la recupera y, sin buscarlo obsesivamente, se ve bendecido por la alegría más grande.
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Hoy, que los católicos celebramos el triunfo de la vida en el cuerpo de un mujer -María, asunta al cielo- es bueno que también nos alegremos de este triunfo cultural de la dignidad humana.
La Biblia nos enseña que Dios, cuando quiere dar un giro a la historia de los hombres, lo hace convocando la libertad de alguna mujer.
La libertad de Dios siempre busca la libertad de los hombres y, de manera especial, la libertad de la mujer. Dios quiere mujeres de pie, resucitadas, libres y genuinas, como iconos vivientes de lo que quiere para toda la humanidad, varones y mujeres, incluso para toda la creación.
Allí, en el cuerpo de la mujer, se regenera la entera humanidad con la potencia del Dios amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Allí, en el cuerpo femenino de María, ha sido sembrada la fuerza de la vida que, un día, vencerá la muerte, dejando vacía la tumba de Cristo y convirtiéndose en la fuerza más honda de la creación y de la historia humana.
Glorificada «en cuerpo y alma» junto a su Hijo resucitado, María misma es signo para toda la humanidad de esa esperanza cierta, sustanciosa y firme.
Por eso, María es amiga y compañera de camino de todo ser humano, varón o mujer, que vive a fondo, con pasión y transparencia su propia condición de persona, de caminante, de buscador incansable de la verdad. Y que hacen del propio cuerpo, lugar privilegiado de encuentro, comunión y libertad.
Esa es la verdad de la condición corporal y de la sexualidad humanas: no el dominio violento y brutal, egoísta y calculador, sino la transparencia de una persona que, libre y gratuitamente, se entrega a sí mismo, en cuerpo y alma.
De esa entrega surge la vida: un misterio que no deja de asombrarnos y de esperanzarnos, no obstante tanta miseria, deshumanización y violencia que, de tanto en tanto, parecen quitarnos el aliento.
Hoy lo celebramos, alegrándonos de cada paso que damos, con toda la fragilidad y lentitud del caminar humano, en la dirección del sueño de Dios que ha comenzado a realizarse en la resurrección de Cristo y en la pascua de María.
Lo celebramos, aunque quede mucho por transitar. Cada uno de esos pasos es anticipo de la gloria que nos está reservada, que María posee ya en plenitud y que la hace tan cercana al caminar de todo ser humano.