Sangre en el altar

jacquesAcabo de escuchar el relato de una religiosa que, aunque logró escapar, pudo ser testigo de la muerte del padre Jacques Hamel.

Impresiona. No hay que dejar lugar para el morbo. Pero, escuchar que fue en la iglesia, que lo obligaron a arrodillarse frente al altar y allí derramó su sangre, no solo conmueve, sino que mueve lo que se agita de más profundo y fuerte en el corazón del creyente. Y la mueve a la oración, a ir delante de Dios, en silencio ante su Silencio.

Silencio es un nombre del Dios santo. Lo saben los místicos, pero también lo sabemos los creyentes que, sin ser místicos, intentamos vivir a fondo nuestra vida desde la fe. ¡Vaya si lo sabemos!

El silencio es una de sus más sonoras e hirientes palabras…

* * *

El viernes, el Santo Padre Francisco irá a Auschwitz. Ha anunciado que no habrá discurso. Escuchará el canto en hebreo del Salmo 130: «Desde lo hondo te invoco, Señor. ¡Escucha mi voz!».

Ya Benedicto XVI, en el mismo lugar, había señalado que, ante el misterio realmente oscuro del mal, el creyente sabe cuán difícil es escrutar el corazón de Dios.

Porque, ante el mal, aunque importantes, son absolutamente insuficientes las respuestas moralistas: quién es el culpable, quién no hizo lo que había que hacer, a quién hay que punir, etc.

Encontrar al culpable puede calmar momentáneamente el corazón. Pero ni lo cura, ni lo salva. Menos aún, seca las fuentes del odio y de la violencia.

La muerte de los indefensos e inocentes es un misterio que nos lleva directamente a Dios. ¿No estamos leyendo en estos días el libro de Job en el Oficio de Lecturas? O es solo un entretenimiento para satisfacer la curiosidad literario religiosa de algunos eruditos.

Allí están los interrogantes que cualquier bien nacido se hace frente al sufrimiento inocente: ¿por qué? ¿qué sentido o explicación tiene todo esto? ¿por qué a mí? ¿es la paga por mis pecados? ¿a Dios le complace el sufrimiento de sus hijos?

Y son preguntas que solo a Dios se le pueden hacer. Job tendrá que callar a sus impertinentes «amigos» y después, tendrá que entrar en silencio al Silencio del misterio santo de Dios. Y entrar con todas sus preguntas, dolores y cicatrices…

Pero, entre Job y nosotros está Jesús, sus gestos, sus palabras, sus sentimientos, su pasión, su cruz y su glorificación. Es el Evangelio que nos muestra algo decisivo: ante el sufrimiento inmenso e incomprensible de la humanidad, el Dios vivo, el Padre de Jesús, solo ha podido responder con su compasión, cargando sobre sí todo el dolor del mundo, llorando y sufriendo con el que llora, e invitándonos a seguirlo por ese camino.

A Dios lo puede el sufrimiento de sus hijos e hijas. No puede responder con violencia a la violencia. Solo con el amor más fuerte, más humilde y salvador: el que se despoja de todo, se abaja y se hace una sola cosa con el que sufre.

* * *

En contraste con el sinsentido de la violencia que se ha abatido sobre el padre Jacques, como ocurre ahora mismo con tantos hombres y mujeres en demasiados rincones del mundo, miles de chicos y chicas también de todo el mundo se han dado cita en Cracovia, la ciudad de la misericordia.

Allí, una humilde monja escuchó de labios de Jesús el mensaje de la misericordia y la compasión de Dios, como una luz que ilumina las tinieblas del nuestro atormentado mundo. Allí también creció como hombre, como creyente y como pastor, Karol Wojtyla, que, con el mensaje de la misericordia nos hizo cruzar el umbral del siglo XXI.

A Cracovia, y a los jóvenes del mundo que allí se han reunido, llega Francisco, el Papa de la misericordia, de la ternura y de la compasión.

Ilusiona y llena de esperanza el corazón poder seguir, en el tiempo real de Tuiter, Periscope o Facebook, lo que allí acontece: cómo esos chicos y chicas, alegres y bulliciosos, se dejan impregnar por el lío más grande que Dios ha hecho en la historia, abriendo las puertas de la misericordia a través de su Hijo Jesucristo.

Rezamos. Seguimos en silencio ante el Silencio de Dios.

Nos conmueve e interpela la sangre del padre Jacques en el altar.

Nos lleva ante la cruz de Jesús, que es luz para nuestro mundo.

Y no nos olvidemos de María, que, de silencio, de dolores, de compasión y de ternura sabe más que nadie.

Que ella proteja al Papa, a los chicos y chicas de todo el mundo.

Y que siga implorando a Jesús el buen vino de la misericordia.

Si esos chicos se embriagan con ese vino, se abrirán para el mundo insospechados caminos de paz y de reconciliación.

Así lo esperamos.

Amén.